Con el paso del tiempo ya no era necesario mirarse. Se sorprendían a veces con los olores y algunas sonrisas que parecían furtivas. Cuando ella se mordía el labio, sabía que él gruñía. Era instintivo y ambos lo sabían. Llevaban toda la vida jugando entre ellos y eso, había hecho que sus espaldas fuesen calcadas. Cada momento relevante fue grabado en la piel, cada uno a su manera, y pasaban horas acariciando con los dedos esos pliegues malditos que evocaban momentos de furia y placer infinito. Lo era porque así lo recordaban. Ella se recogía el pelo y lo ensartaba en una fina madera, dejando algunos mechones ondular y acariciar sus hombros. Inclinaba la cabeza como a él le gustaba mientras dejaba caer la seda que cubría el mapa de su historia.
Entonces él, arrodillado tras ella, vertía algo de tequila sobre sus hombros y lamía los regatos que se formaban buscando alguna desembocadura. Ella se estremecía y sonreía. Luego, con sosiego, pulsaba con los dedos aquellos lugares donde el castigo fue extremo y se notaban las cicatrices de las batallas, ahora ornamentadas con tinta de colores que formaban un oleaje embravecido y lleno de espuma. Caminaba con sus dedos por el tiempo, saltando de aquí a allá y susurrando alguna palabra que evocase el recuerdo. Ella asentía, con pasión y entrega y de vez en cuando, comentaba algo que él había olvidado. Disfrutaba de esos viajes, desde la iniciación, hasta la consumación de lo que eran, se introducía por los cañones de las cicatrices observando afluentes de éstas y terminando en el nacimiento que hizo posible aquel hermoso papiro de arrebatos placenteros.
Cuando la botella estaba por la mitad, era él quien se dejaba observar cada una de las lineas del tiempo que había construido con ella, como las formas y los colores enseñaban su visión del placer dominador y ella contemplaba absorta el influjo de su vida en él. Se maravillaba cuando lo contemplaba de aquella manera. Sus espaldas anchas se convertían en un muro de lamentaciones en el que sus lágrimas siempre tenían respuesta. Intentaba abrazarle como un todo pero no podía, así que se colgaba de sus hombros y dejaba reposar su cabeza junto a su cuello, notando la respiración lenta y profunda que le mantenía siempre en calma. El contraste de su espalda fría y su pecho ardiente elevaba sus finos cabellos hacia el infinito. Gruñía de nuevo y su sexo gritaba ya por ser devorado por aquel animal al que se había entregado para siempre.
Siempre clavaba las uñas en el mismo lugar, siempre su sangre tenía ese sabor delicioso de la pureza igual que él, siempre apretaba su cuello como un salvaje reconquistando las tierras que le han querido arrebatar. Siempre le dejaba sin sentido para insuflarle de nuevo el aire revitalizador porque en cada embestida, sentía como su corazón bombeaba por él.