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El espejo es un fiel reflejo pensaba. Con la mirada intentaba inmiscuirse en aquel rostro tan conocido como lejano. Lo exterior, lo que observaba cada día y cada instante le parecía siempre algo brumoso, sin embargo, cuando se acercaba a esa mirada reflejada se daba cuenta de las verdades. Parecía que en sus iris estaba escrita cada una de sus lagunas verdes, cada una de sus fallas, de sus golfos y cabos, cada ensenada, valle, camino y precipicio por los que había caminado, inmerso, caído y ahogado. Se aparecían ante él como un referente, pero solo eran un reflejo de lo que era. Por eso, como su propia piel, se confundía entre los recuerdos.

El era su propio enemigo, su peor enemigo por mucho que en momentos puntuales intentase culpar a los demás de sus turbulentas reacciones. Era sin más el único que provocaba cada una de sus caídas, de sus desmayos, pero también el que se levantaba aparentemente más fuerte, con la rabia y la ira agarradas a sus manos. Solo él era capaz de hacerlo y solo él era capaz de mantenerlas a raya. Y cuando la ira y la rabia se apaciguaban podía soltarlas para centrarse en aquello que mejor sabía hacer, se decía ante el espejo, convirtiendo las heridas que éstas hacían en sus manos en perversas exposiciones sobre hermosas pieles ajenas. Cuando los dedos se cerraban sobre la empuñadura del látigo, de la fusta o del cinto, cuando flirteaba con sus cuerdas trazando puentes colgantes entre las muñecas y los tobillos y tensando los músculos de sus brazos y su pecho para elevar los cuerpos aparentemente inertes en un balanceo mágico.

Volvía a mirar aquellos ojos, observando de nuevo al enemigo, a sus errores, al consumo incesante de emociones ajenas y apartaba la mirada, como un joven inexperto, dañado por el dolor emocional causado y que ninguna lágrima era capaz de mitigar. ¿Quién sabe? se preguntaba, es posible que todo sea necesario para poder elevarse de nuevo, más firme, más oscuro, más frío y alejado. Cautivo de sus hechos, dejaba libre la imaginación y las palabras, deseando desollar la espalda, anudarse el cabello largo y liso entre las muñecas y mientras el cuero hacía amistades con la sangre, los dedos buceaban de nuevo en el sexo profundo y salado, hidratando su árida mente. Entre las lágrimas y la sonrisa hay un mundo efímero, instantes que van y vienen, lo que dura un mordisco en un cuello deseoso, lo que tarda en titilar un clítoris hinchado.

El puño imaginario destruye el espejo, quebrando las miserias, las suyas que se sumergen en lo más profundo de su ser porque solo él es capaz de soportar mientras su nuca se eriza ante el susurro que tras él resplandece como una supernova. ¿Vienes?

En un pequeño fragmento resquebrajado aprecia su contorno, figura esbelta y marcada para siempre, cubierta mínimamente por la ropa interior, suave, sedosa y negra, lisa como le gustaba. Algo sobraba y no era ni ella ni él. El cuchillo rasgó el aire silbando tan rápido que la tela cayó al suelo seguida por unas gotas de sangre y un gemido de placer y dolor.

Siempre estoy.

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