La cubierta del barco estaba desierta, el sol, intenso, secaba el agua y dejaba el salitre sobre la madera barnizada. Sus pies estaban descalzos, juntos y atados. La piel reseca no se hidrataba con el agua del mar, al contrario, se introducía entre las cuerdas que los mantenían sujetos a un mástil que hacía mucho que no albergaba una vela. Su cuerpo desnudo y agrietado por el calor sofocante estaba completamente pegado a la madera y sus brazos, entrelazados tras su espalda dejaron de luchar hacía horas.

Un par de días antes se embarcó en una aventura, con la jovialidad y el deseo de aventura de su juventud. Llegó encadenada, amordazada y encapuchada. Todo el trayecto hasta el barco fue un continuo deseo irrefrenable que mantuvo su coño dispuesto y su piel encendida. Una fantasía más que añadir a su larga lista y su corta vida y que hacía meses exploraba. Por fin esa parte suya que muchos pensarían que es oscura y que para ella solo era luz estaba siendo completada. Nada más embarcar la llevaron a la bodega del barco, la encadenaron y allí la abandonaron durante unas horas. Sintió como el barco zarpaba y sus deseos crecían sin medida.

El calor del día dio paso al frío nocturno y su carne empezó a temblar. Seguía desnuda y encadenada. La puerta se oyó y el crujido del metal se convirtió en un chirrido agudo e insoportable. Le retiraron la capucha y para su sorpresa, su dueño no estaba. Le había conocido hacía unos meses, era bueno con ella y le castigaba con dureza aunque siempre pensó que era demasiado joven. Aun así, confiaba en él porque siempre había hecho lo correcto. Planificaron esta aventura para satisfacción de ambos. Ella intentó hablar pero la mordaza se lo impidió. El hombre que tenía delante era de mediana edad, con la piel curtida por el sol, un marinero de verdad. Entonces sintió el golpe en las costillas. Un puñetazo seco, directo y sorprendéntemente intenso. Perdió la respiración pero aunque su cuerpo instintivamente intentó plegarse, las cadenas lo impidieron. A ese, le siguieron cinco más. Un puñetazo en la mandíbula la dejó sin sentido.

Cuando despertó, dolorida, estaba tumbada sobre una gran mesa y una luz que se movía como un péndulo sobre su cara le impedía ver con claridad. Las voces que oía a su alrededor, no entendía el idioma, sin embargo si sintió como unas agujas taladraron sus pezones haciéndole gritar hasta casi perder de nuevo el sentido. Notó como la sangre resbalaba por su pecho hacia los costados. No podía girar la cabeza, solo observar esa luz blanquecina que se movía mecida por el oleaje. La primera descarga eléctrica tensó sus músculos y e hicieron que sus tetas temblasen como la gelatina. Ahora eran sus lágrimas y enormes sollozos internos los que apagaban el crepitar de la corriente eléctrica. ¿Dónde estaba él? ¿Qué significaba esto?