Veía en sus ojos la inocencia de un niño, observando, minucioso, sorprendido a veces cuando alguna de sus reacciones era inesperada. Le tenía tan cerca que respiraba con él. Suspendida en inmovilizada solo podía respirar y mirar. Las cuerdas alrededor de sus tetas oprimían bastante y el hormigueo paseba por sus pezones a sus anchas. Él estaba sentado, incorporado hacia adelante, jugaba con una fina vara de bambú, ideando alguna diabólica manera de hacer que se retorciee entre aquellas cuerdas que constreñían su cuerpo, entonces, sintió el primer golpe. La sensibilidad era tal que el mínimo roce tensó todos sus musculos y clavó los dientes en la mordaza. El grito se ahogaba en la garganta que se iba llenando se saliva poco a poco. Intentaba respirar por la boca y abría los ojos con la esperanza de que el dolor se mitigase lo más rápido posible. Él continuaba mirando, como si estuviese cazando saltamontes para meterlos en un bote de cristal, intentaba hacer suyos esos momentos. Luego vinieron más golpes, en los pezones, en las areolas, en los laterales de las tetas ya amoratadas por la presión constante de las cuerdas. Cada golpe un grito, cada grito más saliva. Y con cada respiración, la saliva goteaba en un hilillo fino y constante mientras que por los lados, las comisuras de la boca, se formaba la espuma que el recogía con los dedos y esparcía por las mejillas. Luego lamía su dedo. Sabe a mar, le dijo para su sorpresa.
Alguna otra vez le contó que lo que le encantaba de morder su carne era la posibilidad de saborear los olores que desprende, los sabores de los lugares, de su cuerpo, porque cada parte tenía su olor y su sabor. Le parecía extraño que le dijese que los hombros tenían un olor afrutado mientras el vientre era ácido. El cuello sabía a agua y la boca amarga, como el cacao. Seguramente lo inventaba, o quizá lo hacía para halagarla pero adoraba que buscase aquellos sabores cuando clavaba los dientes, succionando esa esencia que tanto apreciaba. El mar, la espuma, el armónico ir y venir de las olas se convirtió en los golpes certeros de la vara en sus tetas. Cada golpe era una ola rompiendo en la playa cuando eran golpes suaves y en las rocas cuando eran violentos. Más espuma que restregaba por la cara y lamía en un deleite impropio de la inocencia que aquellos ojos reflejaban.
Pero no había inocencia como tal, no era una excusa como ella quería entender. La mirada tornaba como las olas cuando crecen deprisa y el viento de su boca rompía las crestas. Todas ellas, unas tras otras se disipaban al chocar contra su carne provocando otra oleada de espuma que recogía entre sus dedos. Esta es tu verdadera esencia, tu sabor verdadero, lo bravo de tu espíritu, lo salvaje de tu entrega, lo perfecto de tu estado. Todos tus sabores, todos tus olores, están ahora en mi mano, como tú.
Entonces cortó las cuerdas y ella se sintió como el naúfrago que mecido por la resaca del mar, reposa en las finas arenas de aquellas poderosas manos. Yo solo puedo navegar sobre tí, porque tu eres el océano que intento moldear sabiendo que es imposible. le dijo. Yo soy entonces tu Pacífico, la extensión que tus manos pueden abarcar y aplacar y solo tú podrás embravecer, le contestó empapada en su propia espuma.
Wednesday