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La vanidad, como cada tarde, se sentaba a su derecha, ahuecando con sencillez el mullido pero viejo sillón. De nada servía que las tormentas emocionales amainaran o se embraveciesen. A fin de cuentas, él siempre cumplía los mismos trámites y su posición, la de la firmeza y el silencio reconfortaban siempre aquellos momentos. Ella, dependiendo de cómo había sido el día, discutía en susurros ante su oído, a veces con vehemencia, a veces con humildad pero siempre arrancando un ligero gruñido que hacía que se hundiese un poco más en aquel relleno espumoso y ligero del sillón. Otras veces, cuando se atrevía y no pensaba mucho, jugaba a recorrer su nuca con los caracoles enredados de aquel pelo oscuro entre sus dedos, viajando por la periferia de los pensamientos y levantando la curiosidad de la piel erizada. Sentía como recibía las uñas perfectamente recortadas y decoradas con deseo. Se mordía el labio imaginando clavarlas en el cuello, adornada por los mechones anudados a los dedos. Quizá la bestia no fuera él sin embargo, aquella respiración pausada y profunda le hacía apretar las piernas por el miedo y el deseo.

Le contaba su día, su semana, su vida, al oído, como siempre, mientras él, con semblante impertérrito cerraba los ojos y se dejaba llevar por aquella sirena que cantaba loas e imprimía a las imágenes colores imposibles y filigranas despampanantes. Entonces rememoraba el olor de la sangre, de aquellas gotas superfluas, el vivo carmín que pintaba la piel, o el olor afrutado del sexo, el vergel acuoso del deseo y le veía sonreír. Era curioso no ver malicia en una sonrisa tan malévola. Luego abría los ojos y recogía la libreta negra, su otra acompañante fiel y acariciaba la cubierta como el que con suavidad palpa unos pezones erectos y hermosos, sin casi tocar, sin casi sentir pero transmitiendo un temblor inmisericorde. Abrió con cuidado el cuaderno dejando ver escritos sin mucho sentido, ideas que iban y venían, legajos de sentimientos y acciones. Luego comenzó a escribir entre el murmullo de los labios y del bolígrafo deslizando los recuerdos de tinta sobre el papel amarillento, como si el sol del atardecer le hubiesen dejado ese color, el mismo sol que entraba por el ventanal y hacía que los mechones enredados en sus dedos se viesen como las riendas de una vida aparentemente disipada.

Una rutina de vida, la del solitario que encuentra refugio en su mente y en sus letras y cuyos recuerdos, aferrados a su nuca le mantienen erguido en su forma de actuar y de ser. La tinta puede engañar a otros, pero no a uno mismo.

 

Wednesday

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