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Me miró con cara extraña, esa que todos ponemos cuando nos hemos hecho una idea de como son o deben ser las cosas y de pronto nos damos cuenta de que no se parecen en nada. Esa cara que ponemos cuando escuchamos la voz de un personaje de alguno de nuestros libros favoritos que no casa ni en broma con lo imaginado. La misma cara que cuando tenemos en nuestras manos algo a lo que le habíamos dado unas condiciones casi fantásticas y resulta que es de plastiquillo, como si lo hubiesen fabricado deprisa y corriendo con lo primero que tenían a mano. Esa cara.

Y a mí me hacía gracia tenerla en  frente sin que supiese que hacer o decir, escuchando los resortes y mecanismos de su cabeza fraguar una pregunta adecuada sin que pareciese violenta o mezquina o a saber qué. Estaba nerviosa e inquieta, dudando si marcharse o quedarse y mantener la compostura que se le suponía debía tener y prestar. Igual pensaba que sacaría de la bolsa un montón de collares para que eligiese el que más le gustase, como si en lugar de dominante fuese un tratante de bisutería a domicilio. Supongo que no esperaría que utilizase un látigo en su espalda o procurase que otros mozos avezados dispusiesen de su cuerpo para mi disfrute y gozo y así elevarme como el ser superior que debía ser. Quizá pensó que la trataría como una perra, escupiendo en su cara mientras daba vueltas alrededor y tiraba de su cabello a la par que abofeaba sus mejillas, sus tetas y azotaba sin control su culo.

Es posible que pensase todo aquello, y a la vez después de haber leido y visto cientos de imágenes icónicas, comentarios repulsivos donde los dominantes quedaban a la altura de su cerebro y donde el caballero, palabra sin sentido a no ser que estés comprando en el Corte Inglés, tiene el mismo valor que una rupia en un restaurante chino de Sidney. Después de todo aquello es posible que fuese yo el que estaba haciendo todo mal y debía haber traido multitud de objetos, incluidas mis cuerdas para enseñarle que es oro todo lo que reluce y que lo que ve, lee y cree sentir es la esencia verdadera del BDSM.

Pero era divertido y mucho mejor no ser así, observando sus movimientos, su piel virgen, su mirada que poco a poco se iba acobardando, su cuello relajado que bajaba hacia el suelo, los brazos a los lados y las piernas ligeramente separadas cuatro dedos. Prefería sentir que se sometía por si misma no sabiendo que esperar porque creía saber lo que le esperaría. Y así es como debe ser.

Lo explícito está bien, pero no tanto como el poder que da el control de las emociones.

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