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El tintineo metálico se mezclaba con la respiración y el aliento, templaba el flujo. Tan cerca estaba de ella que el simple siseo del aire en los dientes le erizaba la piel. Los grilletes aprisionaron los tobillos con fuerza, por encima del maléolo. La barra le daba firmeza necesaria para que las piernas, flexionadas, no se ladeasen a uno y otro lado. Desde su posición no podía verle y eso lo hacía aún más excitante. Ligeros roces, cambios de temperatura, manos ásperas y pulsiones intensas. En el fondo de sus entrañas empezó a escucharle, como si le hablase desde el mismo útero.

¿Te gusta el calor? Es una pregunta estúpida, lo sé. Te gusta. Y el frío. el frío también te gusta. Hace mucho que no convierto tu piel en una suave pieza de seda lívida. Todo a su tiempo, masculló para sí mismo. Ella volvía a escuchar el tintineo del metal golpeando algo cada vez más cerca. El agua fría comenzó a mojar la espalda poco a poco, lo suficiente para que ella la arquease escapando de las punzadas constantes del líquido a punto de congelarse. Apoyada sobre los omóplatos y la parte superior de la cardera y abriendo los brazos cuanto pudo, descubrió que le había dado la ocasión perfecta para vaciar un cubo de hielo picado sobre el torso. El contraste fue tan grande que en un intento de escabullirse tuvo que dejar caer la espalda contra el suelo empapado en frío.

Gimió y se retorció por la impresión del cambio de temperatura. Ahora está mucho mejor, le susurró. Así es como te quería tener. Las piernas intentaban por todos los medios cerrarse sobre sí, pero la barra lo impedía así que, el único movimiento posible era serpentear sobre el agua intentando de esa manera que la montaña de hielo fuese cayendo a los lados de su cuerpo. Parecía una buena idea. Sin embargo, se dio cuenta de que así lo único que conseguía era que el agua, que se estaba templando con el calor de su cuerpo, volviese a estar a punto de congelarse. Además, trozos afilados de hielo comenzaron a clavarse en la piel como agujas incandescentes. Fue ahí cuando comenzó a temblar.

¿Te gusta el fuego? Es una pregunta estúpida, lo sé. Te gusta. Sacó de su bolsillo un Zippo que colocó entre la barra que separaba las piernas y su coño. Una distancia que él creyó suficiente. El clic de la tapadera se clavó en los oídos. El rasgar de la rueda y el olor a gasolina. Después el calor de la llama, lejano, empezó a calentar lo labios empapados. Él se tumbó boca abajo, delante de aquel fuego que bailaba entre las piernas, apoyado en sus brazos cruzados. Comenzó a soplar, acercando la llama y el calor hasta los labios que se iban tornando del rosado al morado. La piel lívida por el frío del agua y del hielo. En cada soplido, daba vida a esa parte del cuerpo tan especial. Pasaba del morado al rosa cada vez que la llama se acercaba. Cada soplido era más prolongado y el contraste era cada vez mayor. Cuando se cansó de aquello, acercó el zippo un poco más y con él la llama. Frío en el cuerpo y el temblor controlado para no quemarse, para no perderse. Ahora él soplaba con más ligereza, pero mucho más rápido. De vez en cuando alargaba el brazo y golpeaba los pezones como si chasquease los dedos. El grito se ahogaba al mismo tiempo que la llama quemaba su coño.

El tiempo se detuvo y el hielo se fue derritiendo cada vez más despacio. El frío atemperaba los espasmos y el combustible se fue apagando poco a poco. Cuando la flama se perdió en la oscuridad se quitó la ropa y se tumbó sobre ella devolviendo en un instante el ímpetu al sentirle tan caliente entrando en su propio fuego.

Te gusta el calor y te gusta el frío. Te gusta el fuego. Te gusta.

 

Wednesday

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