Miraba el cinturón con cierto desprecio, eliminando con violencia los restos de la piel y las gotas de sangre que ya perdurarían en el cuero por siempre. Decidió deshacerse de aquel instrumento tan habitual como había prescindido de ella. Utilizó el mismo movimiento que contra él habían confrontado. No era un experto jugador de ajedrez, ni tan siquiera era bueno se decía, pero era perseverante, paciente, intenso y observador. Desde hacía tiempo dejó de hacer caso a su intuición y se maldijo por el error, se maldijo por otorgar confianza en quién no debía pero él, en ese arrebato de insensatez, dejó de ser lo que era para convertirse en una marioneta sin saberlo. Se sintió asqueado por lo sucedido y el resultado fue aquel cuerpo magullado, lacerado y empapado en lágrimas. Ella gemía pidiendo perdón, arrastrando su dolor hacia sus botas pero él, aguantando las lágrimas solo veía ya el tablero de su existencia, donde el rey se había convertido en peón y fue sacrificado sin darse apenas cuenta.

Pero como siempre en estas situaciones, es importante asegurarse de que el eliminado no pueda levantarse. Fue tal el ego de aquel movimiento que descuidaron su capacidad de reacción. Y un rey siempre será un rey, hasta que se eleva como dios todo poderoso. Ella no concibió que en algún momento su rey se convirtió en esa deidad que podía hacer lo que desease. Ninguno de ellos los supo hasta que fue demasiado tarde para ambos. El sacrificio que ella hizo, entregando a su rey a los pies de los caballos, mientras las torres y los alfiles mancillaban lo que por derecho era suyo bajo la aquiescencia de la reina, transformó la partida en una batalla sangrienta y dolorosa donde ninguno ganaba y ambos resultaron malheridos.

El cinturón yacía ya en el suelo frío, como recordatorio de que cuando el rey decide otorgarte la igualdad de su compañía, lo mínimo que merece es el respeto y la decencia de la palabra y la petición. Un rey caído no tiene poder, pero puede tener una voluntad que forja espadas para atravesar todas las pieles que sean necesarias. Ella le dio la espalda en lo más hermoso, el dolor de la piel y compartió su reino y su reinado a escondidas. Disfrutó de la miel de los bosques frescos, de los lores que a su manera, gobernaban ciudadelas de tortura y dolor, sin darse cuenta que las catacumbas de su castillo estaban en las manos de su rey. La jugada le salió mal y el rey caído, ya peón, se revolvió en el campo de aquella batalla casi perdida y contraatacó. El jaque se convirtió en destrucción. Ahora la reina yacía en su propio gambito, rememorando el dolor apetecible. Cuando la puerta se cerró, el rey volvía respirar el poder, habiendo salvado la primera batalla. Ahora solo quedaba arrasar aquellos bosques frescos y a sus lores, torres y alfiles para no dejar ninguna piedra en pie, para que todo aquello se convirtiera en un páramo y su reino, volviese a estar a salvo, esperando que su mazmorra, algún día volviese a estar llena de gemidos, llantos de entrega y lágrimas de amor.