El regreso siempre era sangriento, exhausto y silencioso. Siempre le aguardaba el vacío, la desesperación de la incomprensión y las cuentas pendientes con la vida. Nada que no esperase aunque siempre tenía el ánimo preparado por si el resultado era diferente. Se derrumbó sobre el camastro, inconsciente, los músculos deshechos y los huesos quebrados recordando la inmundicia de lo vivido y lo que restaba aún por contemplar. Se sumió en un sueño tan profundo como sus perversiones y antes de perder el control de sus pensamientos notó las lágrimas empapar la almohada. El sueño fue convulso, inolvidable y abrió los ojos de golpe, cegándose por la luz y la hermosura, el tacto cálido que enjugaba sus miserias. Se apartó un poco y se incorporó. Su sangre estaba por todo el cuerpo, magullada contemplaba mientras acariciaba su cara con una gasa empapada que restregaba por la piel. Ella hablaba en voz baja, imperceptible y en su cabeza se producían jirones emocionales incomprensibles. Le costaba recordar, pero aquellos ojos eran una clara prueba de su lucidez. Se miró las manos, manchadas, el cuerpo desnudo, lleno de filigranas sanguinolentas y luego alzó la mirada para contemplarla en todo su esplendor.
Los rayos de luz se curvaban al contacto con el pelo, espigas mecidas por una brisa cálida que ella apartaba de su cara mientras sonreía. Los ojos hinchados por lágrimas soterradas durante tiempo que fueron liberadas, la piel del cuello con marcas de mordeduras, la ropa destruida y arrancada que dejaba ver su color pálido y extremidades amoratadas en algunos lugares. Volvió a mirarse las manos y sintió un ligero temblor que ella apaciguó agarrándolas y manteniéndolas entre las suyas.“Todo está bien, todo está bien” le susurraba al mismo tiempo que limpiaba la sangre. Los recuerdos, pensó, traicionan nuestras vivencias, adornan hechos, elevan situaciones a misterios insondables. Esos recuerdos volvían como fugaces retazos violentos a su memoria. Las manos atadas, la súplica posterior a la traición, la rabia del castigo, la sangre ardiendo en sus entrañas, el látigo restallando en aquella hermosa espalda y de nuevo las lágrimas por tener que hacer aquello.
Y después de todo eso, derrumbado, sintiendo que fue él el que falló, el que no supo encender los candiles para iluminar la penumbra de aquel camino pedregoso y excitante, el que pensaba que el peso mas duro recaía sobre sus hombros, entendió que la losa es compartida y la fortaleza, la viviente, la que hace germinar cualquier deseo real de que el camino en un momento determinado se ensancha y en él amanece y florece todo lo bueno, recaía más firmemente en aquellas manos que antes estuvieron atadas y ahora limpian su piel. Las mismas manos que pedían clemencia ahora arropan su ira mitigando el recelo y calentando su espíritu.
No había nada heroico en lo que hacía. Ella en cambio, era el acero perfecto para forjar una espada imbatible y con la que poder conquistar todo su mundo.
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