El fuego le consumía, ardía por dentro pero nada saciaba esa devastadora sensación de deseo y violencia. Hasta que se acercó a la cruz y contempló sus brazos extendidos y marcados por los latigazos certeros, las piernas en tensión y los pies soportando como podían el peso. El sudor se mezclaba con la sangre, el dolor de las heridas con la fortaleza de su pasión y sus ojos, verdes envenenados de deseo y entrega.
A escasos centímetros notó su aliento, perfumado de semen y saliva, los labios algo agrietados y salados con toda seguridad. El pelo en cambio, perfectamente colocado, inmaculado. Se estremecía en la cercanía pero los temblores aumentaban cuando se alejaba por temor a que no regresase jamás. Iba y venía cada vez con algo en la mano que utilizaba para su deleite y lo compensaba en su piel, dolorida como nunca. No sabía si gritaba más ella que su garganta porque sentía que su voz era un hilo que se perdía entre el ruido cortado del aire antes de cada golpe.
Pero en sus ojos negros y oscuros había perdición, había un profundo agujero donde quería estar cautiva para siempre, imaginando como sus ojos verdes podían iluminarle y encontrar junto a él un lugar mágico. Cada vez que esa negrura espesa arrasaba su mirada perdía el pie pero su mano agarra el cuello con tanta fiereza que su espalda rabiaba de dolor y el aire dejaba de entrar a sus pulmones.
Contaba una leyenda que unos ojos verdes acabarían con ese legado de terror tan maravillosamente atractivo. Era solo una leyenda.