Con los ojos cerrados acariciaba la cuerda. Los dedos iban y venían con celeridad pero no encontró nada. Cuando los abrió la sonrisa le atravesó como una flecha incendiaria. Acercó sus manos y agarró sus pies, delicados, juguetones. El gemido recorrió el cuerpo e hizo encoger los dedos. El esmalte rojo resaltaba el conjunto y sus tobillos, finos, dejaban ver el hueso firme y estilizado. Tiró de sus piernas, obscenamente largas y giró su cuerpo. Flexionó sus rodillas y pasó la cuerda por debajo de los muslos. Sin que casi se diese cuenta, ella las sintió aprisonadas, las pantorrillas pegadas a los muslos. Entonces el nudo se cerró. El frío de unos grilletes erosionó la piel de los tobiillos. Pesaban y se clavaban en el hueso. Una barra separó las piernas y ella terminó boca abajo. Aun tenía las manos libres pero no hizo mucho para cambiar de posición. Se quejó un poco, lo justo para que él le acomodase mejor y se sintiese algo más calmada. Ella se sentía contrariada, no tenía sensación de estar aprisionada, estaba sorprendentemente tranquila, libre. Sus brazos fueron estirados, en cruz, y un nudo corredizo aprisionó las muñecas que fueron tensadas. Con delicadeza, él levantó sus caderas haciendo que su culo estuviese dispuesto para lo que el dispusiese. Y sabía que dispondría de él.

Ese pensamiento le hizo estremecerse y sintió su sexo humedecido y ardiendo. Los pezones rozaban con las sabanas, duros e irritantemente descontentos. Sentían que necesitaban atención. Entonces los dedos pellizcaron con una fuerza inusual y el grito de placer resonó en la habitación. Después una caricia, otro pellizco, otra caricia, hasta que pareció que la eternidad se abalanzaba sobre ellos. Cuando creyó que había terminado, sintió como un pellizco intenso y permanente contraía los músculos de la espalda. Había puesto dos palillos presionando los pezones. Las gomas que iba añadiendo aportaban más y más presión y la sensibilidad se hacía casi insoportable. El roce de la sabanas era una mezcla tan intensa de placer y dolor que necesitaba desviar los sentidos a otro lugar.

El primer golpe cayó sobre sus nalgas sin aviso. Fue como un rayo, rápido, certero y enérgico. Tras él se precipitaron muchos más, hasta que el ardor subió hasta la nuca. Entre golpe y golpe, la suavidad de sus manos contemporizando el dolor, acariciando con ternura para a continuación, desplegar una tormenta de golpes nuevamente. Mordía las sabanas y su sexo goteaba y deseaba que lo acariciasen. En cambio, solo sentía la fortaleza de sus manos atacando la piel. Entonces, por fin, su sexo creyó ser recompensado. Los dedos pasearon entre sus labios comprobando como su elixir se espesaba en cada tacto. Se sorprendió otra vez al sentir dolor y presión mezclados con el placer. Unas pinzas hicieron el resto y las pesas, que estiraron sus labios hasta provocar que sus nudillos se blanqueasen al apretar las cuerdas que sujetaban las muñecas, el resto.

Después introdujo un vibrador hasta lo más profundo de sus entrañas, lo sujetó con un arnés por si ella tenía intención de expulsarlo y se sentó en una silla, a su lado. Sonrió y apretó un botón. La vibración arrancó un primer orgasmo rápidamente y la eternidad se encendió porque no dejó de vibrar. Gastemos las pilas, le dijo. Veamos si aguantas.

Y durante toda la noche solo se levanto de vez en cuando para golpear ligeramente los pezones amoratados y su culo enrojecido mientras ella, por fin, estaba cerca de las estrellas. Él ya tenía su perla.