PRÓLOGO

La puerta de la sección de carga se abrió y un crujido infernal la recorrió empujando a todos contra los mamparos. El pequeño Ilyushin Il-112 se mecía sin control dentro de la tormenta que había aparecido de la nada mientras sobrevolaban el estrecho de Bering. El capitán Jasha Novikov se aferraba a los mandos con fuerza y parecía que sus más de diez mil horas de vuelo no servían para nada. Los intentos por comunicarse con el exterior solo se enfrentaban a la estática. Sólo la suerte si se ponía de su lado podría hacer que el ligero aeroplano no se partiese por la mitad. El atronador sonido que venía de fuera se mezclaba con los chillidos de los instrumentos que se habían vuelto locos girando y parpadeando sin cesar. Unos instantes después, Novikov supo que el avión no podría soportar aquella tormenta y apretó con todas las fuerzas que le quedaban los mandos antes de que la cabina se separase del resto del fuselaje.

Cuando la corriente de aire pudo salir por el agujero que había dejado la cabina de mandos, algunos hombres a los que no les dio tiempo a agarrarse a algún saliente salieron despedidos. Fueron engullidos por las nubes moradas que rodeaban la caída del avión mientras giraba sobre sí mismo. A escasos metros de dónde antes estaba la compuerta de carga, se encontraba encadenada y encapuchada una mujer menuda que se agitaba intentando zafarse de los eslabones. Su cara de pánico estaba oculta por una máscara que rodeaba toda su cabeza y ahogaba los gritos y las súplicas. Incluso sin la máscara, cualquiera de los que allí estaban sólo habrían visto como movía la boca y las venas de su cuello se tensaban. Uno de los tripulantes salió despedido y la golpeó tan fuerte que los anclajes de su asiento se soltaron quedando tan solo con unida al fuselaje con una correa que se retorcía y tensaba con tanta fuerza que las fibras sólo podrían aguantar unos segundos.

Entonces el rugido de tormenta cesó de repente, el silencio lo llenó todo y el tiempo se paró inexplicablemente. Un instante efímero que les devolvió a todos a la verdadera realidad de una caída inevitable. Cuando el fuselaje comenzó a girar de nuevo, la correa se partió y la chica salió despedida hacia la tormenta. Cuatro tripulantes saltaron equipados con paracaídas tras ella, adoptando formas aerodinámicas para adquirir velocidad. Los rayos azulados volvieron a iluminar el cielo.

Mientras caía, el avión se alejaba girando y dejando una estela de pedazos que se perdían entre las nubes. En segundos fue engullido por la tormenta mientras los rayos cada vez zigzagueaban más cerca y el pánico ya había conseguido dejarla sin voz. La muerte se acercaba a 55 metros por segundo y sobre ella los hombres que antes la custodiaban volaban hacia su encuentro. Maniatada, inmovilizada y exhausta, caía como un peso muerto. Entonces varios rayos convergieron en un punto justo cuando los cuatro hombres estaban a punto de alcanzarla.

La explosión dejó un punto luminoso y cuerpos seccionados cayendo inertes. La chica había desaparecido y ninguno de los hombres y mujeres que sobrevolaban el mar de Bering sobrevivieron. La tormenta igual que llegó, desapareció.

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