El frío era atroz. Recordaba cuando le decía que jugar con el hielo no era suficiente, ni siquiera las veces en que enterró sus tetas entre kilos y kilos de hielo picado. Pero aquello sobrepasaba todo lo que había imaginado. Había dejado de temblar por unos instantes y sentía como la piel se pegaba en la silla de metal mientras se tornaba púrpura y extremadamente sensible. Él abrigado y con guantes esperaba al otro extremo, paciente y serio, sin intención de hacer nada. Simplemente observaba como temblaba y le castañeteaban los dientes. La luz blanquecina a veces parpadeaba y dejaba un sonido eléctrico que chirriaba entre tanto metal. Los ventiladores creaban una atmósfera claustrofóbica y acentuaban la sensación de frío y de miedo.

Cuando se movió, arrastró una silla por el suelo creando un agudo sonido metálico por el roce de las patas desgastadas y abolladas. Colocó la silla frente a ella y se desabotonó el abrigo. Se sentó y sonrió, comprobando que el hielo se había instalado en la barba y el bigote. Sintió un tremendo deseo de lamerle, pero el frío y las ligaduras no lo permitieron. Del bolsillo interior del abrigo sacó un estuche de piel marrón y envejecido. Se quitó después los guantes que metió en uno de los bolsillos laterales y abrió la cremallera del estuche con parsimonia. La cremallera se deslizo sin ruido y con fluidez. Cerró las piernas y lo colocó en su regazo. Vio dispuestas ocho finas y largas agujas, ordenadas por colores y en parejas. Plateadas, doradas, negras y rojas. Se le encogió el estómago y sintió el dolor antes incluso de saber lo que sucedería.

Volvió a sonreír mientras acariciaba las tetas con delicadeza, rodeando los pezones con los pulgares. Notaba el calor de las manos en su piel y como la vida volvía a ella. Sacó entonces una de las agujas plateada. Pellizcó el pezón con fuerza, la suficiente para hacer que gritase y lo atravesó de arriba a abajo. Nada de sangre, solo la punzada del dolor. Repitió lo mismo en el otro pezón y golpeó la punta de las agujas con los dedos índice de cada mano. Sintió la vibración recorrer todo el cuerpo mientras el dolor se quedaba en los pezones. Sacó entonces la aguja dorada y volvió a pellizcar el pezón, aunque esta vez ligeramente más suave. Lo atravesó de este a oeste sin dejar que el metal chocase entre sí. Se mordió el labio, pero solo sintió frío. En el otro pezón, de oeste a este hasta que las puntas de ambas agujas se tocaron. De nuevo el dolor se quedaba en el pecho y la sensación recorría toda la piel.

Entonces paró unos instantes echándose hacia atrás para ver el resultado. Se acercó de nuevo para mover un poco las agujas hasta que quedaron a su gusto. Sacó entonces la aguja roja y la insertó desde las dos hasta las ocho, repitiendo el mismo movimiento en el otro pezón desde las diez hasta las cinco. Tic, tac le dijo al oído. Las agujas negras entraron como las rojas, creando unas hermosas estrellas equidistantes. Se levantó de nuevo y apartó la silla sacando de otro bolsillo un hilo de plata que dejó caer al suelo. Desenrolló el hilo y fue cubriendo el pezón izquierdo dolorido y helado hasta que desapareció bajo la plata. Después con rapidez comenzó a entrelazarlo en las agujas dejando unos milímetros de separación entre vuelta y vuelta, dejándolos tirantes para pasar a su gemela. Cuando hubo terminado, estiró el resto del hilo hasta la puerta. Le desató las muñecas y los tobillos y le pidió que se levantase y estuviese quieta. Se giró de nuevo y fue hasta el extremo, recogiendo la punta del hilo y levantándolo hasta dejarlo tirante. Entonces, lo tensó haciendo que las agujas se combasen lo suficiente para que ella no se precipitase en el paso. Luego, como las arañas, golpeó el hilo y transmitió la vibración al metal y de este a sus pezones.

Gimió y gritó al mismo tiempo que se ponía de puntillas. Luego sintió un tirón aún más fuerte que le hizo dar un paso hacia adelante y de nuevo la vibración. Esta vez más fuerte, haciéndole temblar las piernas. Cada tirón era más enérgico, más doloroso, más placentero. El último le llevó hasta sus brazos, que, como las patas de la araña, rodearon su cuerpo envolviéndolo en una capa de calurosa seda. Cortó el hilo y sacó las agujas una tras otra dejando que la sangre brotase y empapase el abrigo, que abrió para recogerla y reconfortarla.

Wednesday

2 comentarios

  1. Me atrae la manera en cómo escribes, me gusta.
    Un abrazo