Lagunas verdes, sonrisas eternas.

Le costaba expresarse junto a él, así lo sentía desde hacía mucho. El idioma empezaba a ser un inconveniente para ella. Sin embargo, él no necesitaba tanto formalismo lingüístico. Siempre que agarraba su cintura estrecha y acercaba su cabeza al pecho le susurraba que no necesitaba hablar, que simplemente sonreír era motivo de satisfacción. Detrás de esos dientes perlados y perfectos, los sonidos que la garganta escupía pretendían llegar siempre con una claridad inusitada. No siempre lo conseguía y cuando él, entre pequeñas y pícaras sonrisas arrugaba la nariz, ella se sonrojaba, oscureciendo un poco más la piel tostada de sus orígenes.

Cada mañana le contaba cuentos infames de hembras que yacían en lechos de llantos y pesares y que cada noche regresaban a silenciarse con los tormentos de otros. Ella, al principio temerosa, terminaba recomponiéndose en la curiosidad y el deseo. Nunca le ocultó la necesidad de someterla, de subyugar sus hombros mientras sus garras se clavaban en lo más profundo de su alma apropiándose por la fuerza de su yo más básico. Y cada mañana ella le preguntaba por qué no lo hacía. Que motivo le impedía hacer aquello que más deseaba y que veía en sus ojos. Él sentía que ella se dejaba aprisionar entre las fauces de su mirada, como un pájaro malherido, esperando el golpe certero que rompiese de una vez por todas el fino cuello que le anclaba a la vida. Pero él, simplemente contaba historias mientras con sus manos jugaba en su cuerpo, recortando sentimientos con su imaginación.

De vez en cuando, en alguna de aquellas historias sus ojos se cubrían de nenúfares que flotaban en la superficie de sus lágrimas que incontroladas, desbordaban los bordes de las lagunas. Aquellos ojos verdes, deseados y naufragados mantenían constante su deseo. Eran su retiro, aquel lugar en el que se refugiaba y que iluminaba la sonrisa perenne en su boca. La hermosura duele y reconstruir aquello ya hermoso para hacerlo perfecto, era la sublimación del placer. Soy tuya le susurró una noche. Él no se inmutó. Estoy dentro de ti, afirmo en un siseo silbante como el viento que entraba por aquella rendija que siempre estaba abierta. Él cerró los ojos y respiró profundamente. Ató sus manos, con pausa mientras besaba sus labios aún sonriendo.

Él se entregó a ella por fin y sucumbió a su negrura, a su infierno personal envuelto en madera, cuero y violencia desmedida. Encontró su cielo y su paz y ella, sonriendo sin límites, descubrió porqué aquellas hembras volvían noche tras noche al tormento nocturno de sus poseedores. No había más belleza y simpleza que la entrega absoluta de su cuerpo y su mente. Ella siguió sonriendo y con cada sonrisa, con cada mirada esmeralda él pintaba el cielo con colores más vivos.

 

Wednesday