En aquel rincón solo había sitio para sus botas, la posición de cada una de ellas, perfectamente alineadas y mirando al mismo lugar. Siempre de la misma manera. Sin embargo, el tiempo y los elementos no daban respiro a la piel, a la suela y a los cordones. Lo que en un tiempo fue la caña perfectamente recta, hoy no era más que un lánguido tubo ajado de cuero que se inclinaba a derecha e izquierda. Las rozaduras eran surcos profundos que habían horadado la superficie y en algunas partes, la piel se levantaba en un fallido intento por escapar de aquella tortura. Cada día en el mismo sitio, cada día más viejas.
Cuando pasaba por allí, siempre le parecía buena idea limpiarlas, pero se conformaba con acariciarlas, de rodillas, celosa por la posición de aquellos objetos inanimados en ese rincón. A veces descolocaba los cordones para dejarlos más tarde en la misma posición, peinando los hilos desgastados para que no se notase que había estado hurgando en ellos. Silenciosas como él, sentía que necesitaban el mismo cariño que su dueño y que sin saber por qué, no los recibía. Docenas de rituales sencillos, algo aquí, algo allá, gestos delicados, miradas presurosas. Cada cosa que tenía y sentía tenía una función, un momento y una posición. En alguna ocasión le preguntó por qué no las cuidaba más. La respuesta seca era un simple “no lo necesitan”. Entonces miraba al rincón y notaba que siempre había algo que faltaba.
Aquella noche, cuando el frío aun no hacía insoportable caminar desnuda por la casa, se acurrucó a su lado. Él estaba sonriente y eso la hacía feliz. Así se quedó, sentada en su regazo unos minutos, acaparando el calor que desprendía su cuerpo y acomodando las mejillas de manera alterna sobre su barba. Escuchaba la respiración, cómo el pecho subía y bajaba y mecía el suyo. Sentía el hogar que otras veces enfurecía y cerró los ojos. Entonces notó el tirón brutal en su pelo. Había estado mucho tiempo dejándolo crecer para instantes como ese. Seguramente su mente exageró el movimiento, pero sintió el cuerpo liviano, deslizándose por el aire hasta que golpeó el suelo. La tensión le obligó a mirar hacia arriba y las miradas se cruzaron.
Después de las lágrimas, de la saliva derramada, del maquillaje difuminado. Después del sollozo por las heridas y los surcos, con las marcas todavía latentes, arrastró su cuerpo por el suelo hasta el rincón donde reposaban las botas, objetos inanimados que ejercían una atracción irrefrenable. Dejó reposar la cabeza junto a ellas, con el cuerpo desnudo y encogido y se arrodilló frente a ella. “Las cosas usadas son siempre más bellas y ese desgaste es lo que me gusta. Cada roce y cada grieta tiene un sentido, las cicatrices nos dejan ser, aunque maltrechos a veces, lo que verdaderamente somos. Ahora en este rincón están las dos cosas más importantes.”
Wednesday