¡Qué cualidad magnífica tenía que sin tocar podía producir desesperación, un dolor insoportable y un movimiento iridiscente que hacía que sus entrañas ardiesen! Cuando tapaba sus ojos, la oscuridad exterior lo envolvía todo, pero dentro de ella, en partes de su cuerpo, notaba el calor intenso de su presencia. Adoraba aquellas sesiones en las que él no tocaba su piel pero paseaba por ella, contemplando su territorio, parándose en lugares concretos y marcando con un hito el próximo lugar que mancillar. Podía dedicar horas, y ella absorbía toda aquella energía, ese calor interno que desprendía y que él acogía con sus manos.

Aquella piel, pensaba él, era una estupenda alfombra en la que posar los pies y dejarlos en armonía con el calor de su cuerpo, pero lo que más le gustaba era pasar las manos por encima de ella, surcando los pliegues y las llanuras a escasos milímetros, notando como el vello se erizaba atraído por una misteriosa e invisible fuerza. El calor que ella desprendía se agolpaba en la palma de su mano, fría como el hielo y sin rozar, elevaba la piel hasta que de forma imperceptible se tocaban ambas. Entonces empezaba el viaje, lento, constante por todo el cuerpo, enrojeciendo cada rincón, elevando el deseo hasta cotas inimaginables y haciendo creer que en algún momento el contacto sería posible. De vez en cuando paraba en algún lugar conocido pero no ultrajado y sonreía, deseando marcar aquel lugar como tantos otros había hecho.

Cuanto más tiempo viajaba sobre la piel menos contacto tenía contra el suelo. Sentía esa elevación primero mecánica, donde ella misma subía las caderas, los brazos o las piernas, pero instantes después esa sensación desaparecía y se envolvía de un estado de ingravidez exquisito. Ni siquiera cuando azotaba su piel de manera salvaje o aprisionaba los pezones con aquellas pinzas infernales tenía esa sensación de que podría hacer con ella lo que quisiera. Eso, de todas maneras ya lo sabía, y siempre lo hacía, pero le encantaba tener aquel sentimiento de abandono absoluto por aquel hombre que le hacía levitar en sus pensamientos. Cuando apartaba la mano, el plomo de un día de tormenta se abalanzaba sobre sus pensamientos, y era entonces cuando aquel gris presagio le hacía salir despedida con el dolor como combustible para atravesar las densas y oscuras nubes y al quitarse la venda, ver el sol iluminando su rostro a través de su mirada sádica y perversa. Luego, caía sin control hasta sus brazos.

 

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