Desde que se vive en el engaño de que todo se puede conseguir, todo se puede hacer y tenemos derecho a hacerlo, de que no hay nada que se anteponga a nuestra felicidad porque es lo único y verdaderamente importante, los límites no solo han dejado de estar difusos, simplemente han desaparecido. Y no cualquier límite, todos. Nada se ha dejado a la improvisación en esta obra absurda en la que todos sin excepción somos protagonistas y nadie puede ser secundario no vaya a ser que se sienta infravalorado, ofendido, despreciado o ignorado. Así que hemos puesto una línea recta, una meta a la maratón de nuestra vida a la que llegamos todos con el mismo tiempo y la misma sonrisa de gilipollas.

Y como todo vale, no va a ser diferente en esto de caricias a mano abierta, cuchilladas de gourmet y lágrimas de cocodrilo deslizándose al compás de Rimsky Korsakov por el cuero de pachanga de las cruces de San Andrés. Ya sea en prosa, en verso o en el viento, los nudos son capaces ahora de atar en corto a cualquiera porque cualquiera puede y sabe y si no es así, ya se encargan ellos de determinar que quién eres tú para arquear una ceja. Todos sabemos, todos podemos y todos tenemos nuestras maneras perfectas de hacerlo. Porque sí, todas son perfectas, como la llegada de esa maratón con sus sonrisas.

Pero los límites están para algo. Nos hacen humanos erráticos y temerosos, con la sensación de meter la pata si algo hacemos mal y por ende hacemos sufrir a los demás. El límite es la transición perfecta entre el miedo y la satisfacción, cuando sabes parar y en el momento de hacerlo sabiendo que esa pausa puede ser más provechosa porque, algo es innegable, uno debe pensar más en el otro que en uno. Sin ese límite no hay control y sin control, el dolor deja de ser divertido y se convierte en una puta mierda. No hay honor ni honra, ni valor ni hostias en traspasar límites sin sentido común, sin consenso, ni esperanza de que la haya. Lo único que hay es lo que se observa cuando uno deambula por las redes, las calles, los cines o los supermercados o las universidades, si nos ponemos tocapelotas. El uno, el yo, mí, me, conmigo. No hay nada más por lo que los límites que afectan a los demás ya no existen.

Claro que no es lo mismo cuando traspasan estos para con uno, un sin dios de lágrimas de pobrecitos humillados. ¡A tomar por culo!

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