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A veces las mesas separan mundos. Otras en cambio solo diferencian lo que una vez fuiste y lo que realmente eres, aunque lo supieses, y lo mantuvieses a buen recaudo, alguien, siempre lo saca a la superficie. Y cuando la luz baña con esplendor aquello que ya conocías, que sentías y ocultabas porque nadie era lo suficientemente completo para enseñarlo, te das cuenta de que esa mesa, ese obstáculo, se convierte en todo lo contrario.

El té humeaba. No sabía si debía haber pedido vino, se sentía extrañamente incomoda aunque la realidad era bien distinta. Se sentía así por ella misma, no por él. A cambio, las piernas cruzadas, los vaqueros rasgados, los tacones perfectos, pequeña a su lado, inmensa en su interior. El silencio no se hacía incomodo y el recuerdo de su voz dulce y pausada, de la sonrisa mientras se despachaba el café de un par de tragos para pedir otro, daba paso a la energía con la que sus manos, moviéndose despacio, calentaba el aire que respiraba. Había pasado mucho tiempo para aquello, y poco para todo. Cada día una palabra, una sensación, un consejo y tras ello un emblema como hombre, el mandato y sobre todo la libertad. Ella, libre, absolutamente poderosa, esencialmente femenina y hermosa, sin darse cuenta se sintió subyugada. No necesitó nada más que unas sabias palabras en los momentos adecuados.

Ambos se miraban, seguía el silencio. No necesitaban que se molestasen con los ruidos ni con injerencias. Los ojos decian muchas cosas. Ella intentaba soportar esa mirada que soprendentemente era cálida y no agresiva. Pero como el calor venía se iba tan solo entornando los párpados el calor se convertía en frío desolador. Por eso apartaba la mirada, algo que jamás había hecho. Bajaba la cabeza, como una niña pequeña. Así se sentía a su lado, pequeña y protegida pero no había ningún gesto que eso lo incitase. Desde fuera, cualquiera que observase se sentría extrañado por aquellas dos personas, sentadas frente a frente sin decirse nada.

La paciencia, algo que ella había aprendido a valorar con él, era como un nuevo cinturón de Van Allen a su alrededor, repeliendo cualquier comentario o conducta. Ella recordaba la cantidad de hombres que había rechazado tan solo moviendo la puntera de sus zapatos, como éstos, acababan revoloteando a su alrededor como las moscas buscan la miel, moscas que creían ser aves rapaces que cuando abrían sus enormes alas conseguirían doblegar cualquier mente femenina. Imaginando que ellos eran la llave maestra que abriría cualquier mente y cuantas piernas se les antojasen. El error era evidente.

Sin embargo él era diferente o no tanto según se mirase. A veces tenía la sensación de que podría estar allí como desaparecer, sin mendigar, sin pedir, sin exigir, sin ordenar. Sin nada de eso, conseguía todo y le fascinaba. En tantos meses había conseguido tantas cosas sin rozar un solo cabello, sin sentir el aliento en la nuca ni su voz taladrando su mente como el acido penetrando en la piel. Sin darse apenas cuenta sabía que siempre estaba, sin darse apenas cuenta se entregó, sólo a él, solo quería eso con él, sin saber nada y sabiéndolo todo. Ella era sensata, ella era responsable y tras esa taza de té humenate veía al hombre más extraño y sensato que jamás había tenido delante. Cada gesto abría su mundo, cada sonido de sus dedos abría sus piernas imaginariamente.

Cuando habló, con esa sonrisa que no sabía si era de perversión o de sabiduría, o quizá ambas comprobó por vez primera que solo él podría hacer de ella y con ella lo que desease. Nunca alzó la voz, nunca la maltrató, nunca la despreció y sin embargo a su lado se sentía la mujer más hermosa y más puta que podría clavar los tacones en el asfalto,

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