¿Alguna vez me vas a llamar, puta, zorra, perra, algo? La voz sonaba desesperada. El giró la cabeza mientras conducía y sonrió. Ella se sentía inmersa en una vorágine de desesperación. Era sumisa y esto era una mierda. Su trato era tan recto, tan serio a veces, que necesitaba que le diese algo diferente. Después de meses casi no le había tocado, solo escuchaba su voz pausada y serena que le encantaba, pero no pasaba de eso, no se enfurecía, no le gritaba y solo deseaba que le agarrase del pelo y tratase su cuerpo como ella merecía. Apretaba los dientes, mas por impotencia que por rabia, se mordía la lengua con los deseos de gritarle, de golpearle para que actuase, para que hiciese algo. Así los kilómetros fueron consumiendo el asfalto y sus deseos.

Al anochecer, se internaron en un camino angosto que discurría paralelo a la carretera. Los baches hicieron que se despertase y somnolienta en mitad de un bostezo le preguntó dónde estaban. Él volvió a sonreír y tan solo dijo que estaban llegando. El camino terminaba frente a una puerta metálica que se abrió sin que tuviesen que detener el vehículo. Unos metros más adelante, pararon. Bajó del coche, abrió la puerta y le tendió la mano. Ella aún dormida, bajó con su ayuda y el frío ligero de la noche primaveral endureció los pezones y tensó la piel de sus piernas y brazos. Sintió entonces las bridas cerrarse alrededor de sus muñecas. Ella miró sorprendida. Él ya no sonreía. Tiró de sus muñecas hacia la entrada y entre tropiezos pudo subir los tres escalones.

La puerta se abrió y dos hombres la acompañaron hasta una habitación que había al fondo. Sintió miedo y miraba atrás buscándole. El caminaba unos pasos por detrás conversando con otro hombre. Se pararon, se dieron la mano y desapareció. La puerta se cerró tras ellos y él empujó su ahora tembloroso cuerpo hacia el otro extremo de la habitación. Cortó las bridas y las sustituyó por unos grilletes de hierro pesado que encadenó a una argolla que estaba situada en el techo. Tiró de la cadena y levantó sus brazos. Separó sus piernas con una barra de acero. Las preguntas se agolpaban pero el miedo impedía formularlas. Fue tarde cuando la mordaza bloqueó su boca. Él se retiró un par de metros y sentó delante de ella.

No tienes paciencia,le dijo. Para ser una puta, para que te sientas una perra, para convertirte en una zorra, por mucho que lo desees no lo serás, no para mí. Piensas que esto se reduce a sexo duro, muy duro, donde la humillación te convierte en lo que crees que eres. No es así. La sumisión no es solo eso. No has entendido una mierda en todos estos meses y la culpa no es tuya es mía. Quizá en otras ocasiones era lo que recibías, pero cuando suplicas como lo haces por aquello que anhelas pero desconoces, te sorprenderá la realidad.

El sonido de la cerradura golpeó en su cabeza y en su corazón. Su piel fue marcada, a fuego y hierro, a piel y hueso, y cuando todo terminó, entendió que por muy rápido que uno quiera llegar embarcándose en una odisea desconocida, lo normal es que sufra las consecuencias de ello. Empezó a entender que la guía es necesaria, no para complacer, sino para discernir lo adecuado de lo inadecuado, lo interesante de lo zafio, lo que a una puede hacerle bien y lo que no. Los castigos son duros, los de verdad, no los de disfrutar. Su cuerpo dolorido daba fe de ello. Rendida a sus pies, abrazada a sus piernas sentía como la paciencia y la suavidad pueden convertirse en la peor de las tormentas y después, volver a traerla de vuelta a ese remanso de dulzura.