Lo sentía muy dentro de ella pero nunca lo había experimentado. La necesidad iba siempre en su compañía, pero era como ir por la acera de enfrente, justo al otro lado de donde estaban los mejores escaparates, donde estaba lo que a ella le gustaba. Se decía que la vida le había puesto en la acera contraria y que en el siguiente paso de peatones cruzaría para ver de cerca lo que había. Sin embargo cuando llegaba a él, siempre estaba rojo, algo le impedía pasar. O quizá simplemente era cobardía. En aquel momento se imaginó lo que le diría el hombre sin nombre. Estaba segura de que tendría una respuesta para aquello porque le daba la impresión de que siempre la tendría.

“La cobardía suele ir implícita en los hombres no en las mujeres. Seguro que cuando estás llegando al siguiente cruce, ralentizas el paso para no coincidir y no tener que tomar la decisión de pasar o no. Simplemente actúas con conciencia moral. Nada que reprochar a eso. La moral siempre nos pone entre la espada y la pared, la lucha de lo material y satisfactorio de nuestro deber. Elijas lo que elijas, perderás”. Sonaron rotundas esas palabras ficticias en su cabeza y quizá tuviese razón. Había ido dejando pasar el tiempo, como si este pudiese ir enterrando sus deseos para afrontar su vida real de la mejor manera posible, entregada a una causa que no le daba felicidad, al menos no esa felicidad plena y absoluta.

De todos modos se preguntaba cuanto de buena sería. ¿Qué tipo de sumisa sería? ¿De las que asumen todos los errores y siempre se sienten culpables de lo que sucede o de las fanfarronas que siempre piensan que sin ellas ellos serían unos mediocres? Y se daba cuenta de que en ambas aceras, las preguntas y las respuestas son las mismas y solo cambia el contexto. Se dio cuenta de que el guion de todas aquellas relaciones es el mismo cambiando a los protagonistas y la acción. El anhelo de las sumisas es sentirse amada por el dominante, sentir que ellas son el centro en torno a lo que gira el mundo del dominante y éste, dueño y señor de todo, sentir la plenitud de aquella entrega. Nada diferente a lo que está fuera de ese entorno, los mismos deseos de todas las mujeres y todos los hombres, pero con distintos ropajes.

Pero ella respiraba con dificultad a ese lado del camino y quería sentir esa falta de aire en el otro, quería comprobar como la asfixia de este lado mermaba su vida y la del otro disparaba su deseo de vivir. Quizá después de tanto tiempo se sentía demasiado mayor para desbocarse pero cerró los ojos y olió el cuero y sintió como rozaba su piel y su espalda se arqueó, deseó la violencia precipitada de algo inesperado, el descontrol de su cuerpo controlado por las manos firmes, poder por una vez en la vida no ser la responsable de todo lo que sucedía a su alrededor y de que alguien, al menos por esa vez, se apoderase de sus miserables sentimientos y le hiciese recordar lo que siempre había sentido y deseado. Por una vez quiso entregar todo su ser para que otra persona hiciese lo correcto.

Eso era lo fácil. Lo difícil era quién.

 

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