Cuando vio su sombra desplazarse por el suelo mientras ella mantenía la cabeza gacha, supo que estaba enfadado. Hablaba en voz baja, algo desesperante para ella. Cuando se acercó definitivamente, sintió las manos desgarrar su ropa mientras su cuerpo se mecía como una hoja en mitad de una galerna. La ropa interior corrió la misma suerte y su cuello, sintió la enorme presión que los dedos empezaban a ejercer mientras no paraba de hablar. En tantos años nunca lo había hecho así, no tanto, jamás. Entonces sin darse cuenta sintió el filo helado del miedo por vez primera y del dolor punzante cuando las pinzas aprisionaron sus pezones como mordazas infranqueables al desaliento. Aulló, se retorció como nunca mientras el cuello seguía inmóvil, presa de la férrea mano. El dolor no se mitigaba y no poder respirar no ayudaba mucho. Unió las pinzas con una cadena, pesada y colgó en cada una, una pesa, suficiente para que se estirasen indefinidamente en el espacio del dolor. El tiempo se ralentizó como nunca y los latidos punzantes no hacían nada más que provocar lágrimas que empaparon su rostro. Quiso quejarse pero una bofetada anticipada y certera y un “calla” fueron suficientes para tragarse el dolor y el orgullo. Los siguientes golpes, certeros y brutales hicieron que sus senos temblasen haciendo que las pesas tomasen cierto impulso, como péndulos anclados al dolor. Ella se mordió el labio hasta sangrar. Era el comienzo.

Las cuerdas, de cáñamo esta vez, más ásperas y duras, empezaron a rodear cada una de sus tetas. Él las apretaba, a conciencia, restringiendo el riego sanguíneo y pronto, el púrpura empezó a asomar en la piel, preludio de una tortura aún mayor. Entonces se dio cuenta de que no tenía las manos inmovilizadas como otras veces y aún así las mantuvo detrás de su espalda, inmóviles. De vez en cuando, tiraba de la cadena hacia abajo obligando a que se inclinase, dejando sus botas frente a su cara, entonces sintió el golpeo duro y seco de la vara. La señal era bien clara. Lamió sus botas mientras los gemidos de dolor empezaban a atormentarla sin saber porqué estaba ocurriendo aquello. Tras ese primer golpe, vinieron otros más hasta que perdió la cuenta. Esta vez no cuidaba la piel, no hacía nada por mitigar el dolor, tan solo golpeaba, enceguecido y se lo imaginó con los ojos inyectados en sangre, con el sudor recorriendo su barba mientras ella seguía sacando lustre a sus botas. Entonces, mezclado con el dolor sintió sus bragas empapadas y su piel dolorida palpitando y gritando que parase o que destrozase su cuerpo.

Tiró de la cadena hacia arriba y con un cuchillo cortó la tela que aún tenía en el cuerpo. Pasó la vara por el coño y la sacó empapada. No sonrió, se encabronó aún más. Empujó su cuerpo contra el suelo y separó las piernas con las suyas, de un golpe seco, entonces la vara hizo en su clítoris lo mismo que antes en su culo. El dolor fue tan insoportable que se corrió. Sabiendo que eso le haría enfadarse aún más le pidió que no parase. Ante esa súplica gemida, le pisó el cuello con tanta fuerza que pensó que se lo había partido. Al contrario, ella seguía entre espasmos de placer, con el culo latiendo y marcado y el clítoris malherido. Las tetas casi insensibles recibían de nuevo castigo. Cuando todo parecía haber acabado y ella desfallecida, sentía como la consciencia le abandonaba, La garganta sintió un torrente cálido y espeso que le hizo revivir. No podía ser tan malo lo que hubiese hecho si la recompensa final era aquello. Entonces el dolor desapareció y él, aún enfadado, comenzó a calmar el dolor de su cuerpo, calmando antes su mente con una sonrisa.

El error fue no confiar en él.