No eramos extraordinarios, tan solo hacíamos cosas extraordinarias el uno para el otro. La percusión, el sonido más primario del hombre pero al mismo tiempo más esencial, se había instalado a nuestro alrededor. Los corazones no latían acompasados, tan solo en momentos concretos, íntimos, nuestros latidos se sincronizaban con los hechos. El mío cada día al ritmo marcado por tus tacones sonando por la casa, recordando en la lejanía un sonido perfecto y pausado porque tú si sabías caminar con ellos. Cuanto más te acercabas, más lento caminabas y llevabas a mi corazón hasta un paroxismo que hacía bombear mi sangre coagulada y densa por el deseo hasta los rincones más alejados de mi piel. Y te alejabas sonriendo y mi sangre se licuaba de nuevo sin dejar de seguir el ritmo de tus pisadas. En la calle, los terremotos se sucedían uno tras otro, las cornisas temblaban, incluso la lluvia, al caer, no salpicaba, temerosa de desatar la ira de tus pies, que pisaban con perfección el granito de las aceras. Caminabas con ritmo y yo latía con gracia.
El tuyo en cambio, pasaba de la laxitud extrema de mis caricias, al frenesí insoportable de mis azotes, del bamboleo pendular de mis cuerdas cuando te suspendían al torrente desatado de la sangre fluyendo por tus heridas. Todo ello iluminado por la sonrisa cautivadora y emblemática que todos deseaban. Me iluminaba a mí. Todo latido, el misticismo de esos momentos cuando las manos cortaban el aire adusto por los efluvios de tu piel ardiente. Todo lo que se acercaba se abrasaba, todo excepto mis manos, en simbiosis perfecta que catapultaba cada uno de mis deseos plasmándolos en tu piel, mientras tu corazón latía, y esperaba el siguiente envite para volver a latir. Y cuando comenzaba el deambular de mis dedos arrancando quejidos de tu suave cobertura, se desataba una locura rítmica que hacía retumbar las paredes, agrietar los cristales y sofocar cualquier gemido displicente que pudiera asomar por nuestras bocas. Mi saliva intentaba restañar tu sangre, tu flujo, tu vida y me sentía desbordado ante semejante entrega.
Todo comienza con una caricia, a veces las palabras pueden rozar sutilmente ese lugar que hace que tu corazón empiece a latir de verdad, otras es una mano firme la que agarra entre sus fauces el músculo y lo domina a su antojo. Las menos, ambas cosas a la vez.
Nuestros latidos hicieron el resto.