Cuando todo se puede apreciar entre los labios, la piel, cuando los colores se escuchan y los sabores se tocan, los azotes se huelen y se crea una cacofonía de palabras que vertebran todas las emociones, uno se da cuenta de que el cuadro que se ha pintado tiene un sentido más grande que cada una de sus partes. Mientras ella se sumergía en aquella paz arrodillada antes sus pies, abrazada a aquellas botas que significaban un refugio de calma y virulencia contenida, él intentaba elevarse ante aquel vórtice de sensaciones en el que siempre se internaba cuando realizaba una escena. A la planificación, ligera, siempre se le añadía ese componente que pocas veces podía describir y que emocionalmente intentaba dejar a buen recaudo. Sabía lo que había que hacer, no era la práctica aunque cierto era que solo con ella podía anudar, azotar y suspender de aquella manera tan maravillosa. Cúando hacerlo, cómo hacerlo, la intensidad, la pausa, el sosiego, la violencia, contenerla o desatarla. Qué palabras utilizar, qué tono indicar. Todo ello era algo que no se podía planificar y donde quizá el azar, la suerte del momento, las minúsculas partículas cambiantes de todo aquello que le rodeaban, la actitud de ella, la presencia de los aromas y un sin fin de variables que no se podían cuantificar.
Pero incluso en aquellos instantes, el universo se ordenaba alrededor, los átomos y los fragmentos más minúsculos de la materia, se erigían en una constante e iluminaban de manera clara cada acción. Así lo sentía aunque ciertamente era difícil de entender y mucho menos de explicar. Era entonces cuando sonreía, y cosas mucho más cercanas como el orgullo, el ego y la satisfacción, representaciones carnales de la mente, se asentaban en sus terminaciones nerviosas, en los nudos de sus nervios ya relajados y los músculos destensados. Se sentaba y cerraba los ojos dejando que la música ficticia tararease sus deseos y ella, como en una imposible conexión e inexplicable reacción, se erguía entre sus piernas y con una suavidad impropia de los momentos anteriores, le quitaba el cinturón y desabotonaba de nuevo los vaqueros dejando a su vista aquello que siempre sintió de su propiedad. Él dejaba caer la cabeza hacia atrás mientras ella se afanaba en apretar y lamer haciendo crecer en su boca la posesión carnal.
Por aquel entonces, los gruñidos se apropiaron de sus oídos, la dureza y la suavidad de la piel avasallaron sus labios, el sudor inundó su olfato, la piel púrpura del glande cuando quedaba a la vista se convirtió en un paisaje vivo y los espasmos recorrieron su garganta saboreando el elixir blanco de su miembro.
Allí se quedaron los dos, él con las manos sobre la cabeza de ella, con una ligera sonrisa de satisfacción y ella, reposando sobre sus piernas, satisfechos ambos. Las respiraciones se ralentizaron, se acompasaron y se hicieron una, como el dolor, el placer, la entrega y la dominación.