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Deslizó las manos por el cinturón hasta su cuello, sonriendo de manera devastadora. Volvió a colocar la venda en los ojos y a continuación una mordaza en la que clavó los dientes cuando pellizcó uno de los pezones. Tiró entonces del cinturón levantando su cuerpo maltrecho pero deseoso hasta que las rodillas quedaron emparejadas con las punta de las botas. Soltó las manos hasta que reposaron sobre los muslos. Con la lengua jugaba sobre la bola que ya estaba empapada en saliva pero la voz le sacó de ese pensamiento lúbrico. Desnudame, pero no toques las botas, le dijo. La orden le pareció extraña y temió moverse por si se trataba de algún juego y no había estado atenta. Un tirón de la correa le hizo volver a pensar deprisa. Levantó las manos y lentamente fue subiendo, palpando la tela vaquera, acariciando las rodillas y luego los muslos que se pusieron en tensión cuando los dedos llegaron a la entrepierna. Buscó con facilidad los botones y uno a uno los fue desabrochando. El pantalón cayó ligeramente hasta que las rodillas frenaron la caída inexorable. Olía el sexo ahora mucho más fuerte, más cálido. Ahora las manos acariciaban la piel ardiente y los dedos se paseaban por entre los músculos que no dejaban de endurecerse. Cuando regresó a la entrepierna, las llevó hasta las crestas de la cadera, donde se encontraba el límite de la goma de la ropa interior y tiró de ella, despacio y desesperada. Tuvo que hacer un esfuerzo mayor para sortear la inequívoca erección. El calor inundó su cara y los dientes se clavaron en la mordaza dejando caer un hilillo de saliva que empapó sus rodillas.

Para su sorpresa, sintió como las manos se levantaban para realizar una escaramuza por debajo de su camisa, notando de inmediato el vello erizado y la respiración algo entrecortada. Con los brazos extendidos, tan solo se quedaba al inicio de su pecho y deseó poder llegar un poco mas y enredarse en los nudos que allí se amontonaban. Un nuevo tirón del cinto hizo que se pusiese en pie y por fin las manos quedaron a la altura del pecho, formando una barrera entre él y ella. Jugó con sus uñas, rascando casi con disimulo y sonriendo por dentro, la coraza que protegía ese corazón que latía con pausa. Levantó la cabeza, casi imperceptible y su nariz acarició la espesa barba que pronto cayó entre sus manos. Se columpiaba en ella, jugando con los dedos y frotando con los nudillos el mentón que se cerraba en un mordisco colosal. Cuando las manos acariciaron la cara y los dedos miraron a los ojos, se dejó caer entre sus brazos en unos instantes que se hicieron hermosamente eternos. Era como estar dentro del ojo del huracán, y allí podría haberse quedado para siempre, si no fuera por el tirón que de nuevo su cuello sintió separando ambos cuerpos.

Sintió como la mordaza era arrancada de su boca, liberando los labios, los dientes y la lengua.

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