La gota cayó ralentizada, en perfecta sincronía con el espasmo de la polla al elevarse sobre sus labios. Con la mirada siguió la caída imaginando como su cuerpo se abalanzaba sobre aquel líquido blanquecino y lo apresaba entre sus dientes. La mente le jugaba malas pasadas porque sintió el tirón del cuero del cinturón haciendo que su cuello volviese a estar rígido y sus ojos frente a lo que ella sentía su posesión. En aquellos momentos la luz intensa de la habitación se difuminaba en los contornos de aquellas caderas y alzaba la mirada, algo temerosa para descubrir aquellos hombros anchos que tanto le hacían temblar. La sonrisa delataba sorpresa y la mano soltó el cinturón que golpeó el suelo suavemente. Se arrodilló junto a ella mientras acariciaba su largo cabello, suave y perfumado, y observaba como el escaso maquillaje que llevaba hacía que su piel y sus labios brillasen aún más. Ella sonreía, quizá emocionada, quizá desafiante, intentando averiguar que se escondía en aquella mirada perversa.
La luz se apagó cuando los ojos quedaron atrapados tras la suavidad de la seda negra. No era la primera vez que lo hacía pero siempre parecía como si fuese improvisado. Anudó con fuerza la tela cerca de su nuca, imposibilitando que pudiese ver absolutamente nada. Entonces sintió como se elevaba entre los brazos y depositaba su cuerpo sobre el suelo, donde una alfombra de sobra conocida intentaba absorber su piel. El silencio se escuchaba tan claro como las respiraciones de ambos y ella, se dejó llevar por el ambiente. Sentía el aliento cálido tan cerca de la piel que se le erizaba, de vez en cuando, el roce de las yemas de los dedos, buscando algún recuerdo, crepitaba sobre ella.
Le apasionaba el cuerpo. Un entorno que había ido descubriendo poco a poco, como le gustaba hacer todo, encontrando parajes insólitos, deleitándose en aquellas costillas marcadas, ordenadas como una bandada de pájaros emigrando a zonas más cálidas y entonces pulsaba con los dedos, suavemente, saltando de una en una y clavándose en la carne. Volteaba la piel tamborileando hasta dejar el abdomen plano y brillante frente a él mientras éste se hundía esperando unos dedos rápidos realizando escaramuzas hacia su sexo, empapado por la imaginación y la ausencia del sentido. Ella hubiese dado lo que fuera por ver sus ojos en aquellos momentos, observando el análisis minucioso de sus lunares, de su ombligo y sin percatarse, abría las piernas enseñando un jardín húmedo y rosado que deseaba el mordisco del deseo y de sus dientes.
Notó entonces como se levantaba y colocaba los pies, enfundados en aquellas botas que hacían que se relamiese y que se clavaron en sus costillas, haciendo que aquella bandada de pájaros hambrientos levantaran el vuelo arqueando la espada. El calor de una gota, otra más, arrancó un gemido sencillo cuando impactó sobre su ombligo y las manos, libres, hicieron el amago de ir en su rescate. Las botas, clavándose un poco más, se lo impidieron. De un tirón le arrancó la venda que ocultaba toda la luz y el deseo y le vio allí, sobre ella, imponente, altivo, y sujetando en una mano el cinturón que aún seguía aferrado a su cuello y en la otra, el látigo que se iba desplegando hasta restallar en el suelo. Se mordió el labio de temor y excitación.