El jugo se escurría por los antebrazos mientras los dedos despedazaban la fruta en grandes trozos. Mucho antes, el cuchillo había quitado la piel que recubría la pulpa y recordaba las punzadas de dolor atravesando sus piernas. Rompía la fruta con energía, azucarando la piel mientras los recuerdos se ordenaban ante sus ojos y recordaba los suyos, fríos, cercanos y salvajes. Veía como los labios se movían, como las palabras salían de su boca, pero ella solo podía cerrar las piernas ante el dolor reminiscente que acechaba su vulva.
Le encantaba la fruta, le decía que su coño era la representación del dulzor, creciendo y madurando en el árbol hasta que se hacía pesado y arqueaba la rama, dejando al alcance de la mano el jugoso placer que se resbalaba entre los dedos. Los relámpagos del dolor distorsionaban la voz mientras ella seguía rompiendo una a una todas las piezas de fruta que encontraba al alcance de la mano. Durante mucho tiempo preparó aquel momento, aquel instante de tormenta que pensó aguantaría sin dudar. Pero la tortura fue tan devastadora como la emoción de aquellos ojos al conseguir el primer grito de dolor.
La aguja atravesó el labio, que antes había sido convenientemente anestesiado con algo de hielo. No lo suficiente notó al morderse la lengua presa del dolor. Entre el destello de las palpitaciones observaba como después colocaba un pedazo de melocotón, jugoso anaranjado que se pegó suavemente a su coño. Después otro y otro más. Luego, abstraída ante la visión de su sexo atravesado por el acero sintió como él levantaba su cabeza para que le mirase a los ojos. No dejes de mirarme le dijo y a continuación, el metal punzante, de nuevo, atravesó la carne en un perfecto impacto que se amortiguó con otro pedazo de melocotón.
Se sorprendió al no ver sangre y eso le asustó. Luego las manos poderosas rodearon su cara y un sorprendente beso, suave, le hizo relajar los músculos, dejando que la tensión se escapase por los hombros que se relajaban mientras lo disfrutaba. Entonces la sangre comenzó a brotar y él sonrió.
Me encanta la macedonia en brocheta, susurro mientras reía con cierta sonoridad. Después hundió la cabeza entre las piernas y devoró su fruta.
Cuando ya no quedó nada que despedazar se dio cuenta de que el dolor todavía punzante le recordó el orgasmo más brutal que jamás había tenido.
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