Manos frías, tacto cálido

Se acercó despacio. Siempre le había visto en la distancia, altivo, reposando en un trono de superioridad infinita, pétreo. Desde hacía mucho le observaba, sentía su aliento efímero ya cuando llegaba a su piel y que abrasaba los cuerpos de otras. Ella, temerosa, siempre se había quedado en un tercer plano, escondida no solo de su mirada, sino de todas las miradas. El receptáculo de su vida estaba medio lleno. Desde su punto de vista creía estar dispuesta y preparada pero nunca llegaba la oportunidad, posiblemente porque nunca llegaba el adecuado. Su desánimo no le vencía y pretendía hacerse aun  mejor. En muchos momentos se presentaba a si misma, frente al espejo como sumisa, pero la realidad es que se sentía ya esclava, y su interior ardía por no poder sentir la firmeza de una voz poderosa que arrasase todo su interior, que atravesase como el fuego su piel. Necesitaba aunque fuese por una vez, sentirse carbonizada y luego, mediante la infinita presión de sus manos, convertirse en el brillante más puro y perfecto que existiese.

El incesante vaiven que se producía a su alrededor ocultaba la verdadera imagen que hacía ya tiempo había sido distorsionada. Nunca le había visto hablar una palabra de más, nunca le había oído gritar, nunca sintió que castigase y siendo así el poder que emanaba era tan abrumador, que las piernas le temblaban solo al acercarse a él. El atrevimiento no es una cualidad aparentemente envidiada en una sumisa, pero al parecer, a él eso le importaba poco. Solo se acercaban para succionar toda su sangre, su sabiduría y él, ya cansado lo manejaba con desdén y a veces desprecio. Entonces, ella le miró. Y se dio cuenta de que no estaba pensando lo que hacía hasta que sus ojos taladraron su alma. Se derrumbó, mezcla del pánico y la vergüenza. En mucho tiempo no había pensado si estaba preparada y ahora sentía que no, que era imposible, no cabía esa posibilidad.

De repente, todo el bullicio, el gentío, el ruido de fondo, los gritos de súplica y los consejos se convirtieron en un rumor y éste en un murmullo, para terminar desapareciendo del todo. Él se incorporó y sonrió. Le tendió las manos que ella recogió temblorosa, arrodillándose de inmediato. Siempre imaginó su frialdad, su desdén y su displicencia pero lo que notó fue un calor agradable. Evocó estar tumbada desnuda frente al calor de una chimenea, observando el crepitar del fuego y los fogonazos de las cenizas explotando en el fondo de sus ojos. Sintió la presión de sus manos y el receptáculo de su vida se llenó. Nunca pensó que un simple roce significase tanto y deseó con todas sus fuerzas que esa calidez resolviese de una vez por todas el dilema de su piel intacta y deseosa. Se entregó sin darse apenas cuenta y él le condujo por una senda hermosa y verde porque por fin se sentía como un Dios.