Resultaba tedioso vestirse para nada, dedicar tiempo a maquillarse con cuidado y perfección para sentarse en una mesa en la que tarde o temprano el aburrimiento acamparía en su regazo. Sin embargo entendía sus obligaciones y empezaba un ritual en que se auto convencía de que todo aquello lo hacía para sentirse bien consigo misma. Aquella noche no sería muy diferente. Eligió ropa interior negra, delicada, esa que una vez puesta después de maquillarse le hacía sentirse poderosa. Sonrió antes de pintar de rojo intenso sus labios. Sabía que quizá no era el color más adecuado, pero en el fondo le importaba poco lo que pudiesen pensar de ella a estas alturas. El vestido, negro, sugerente, se adaptaba a su piel y a su figura delgada y curvilínea y la abertura de la pierna enseñaba su muslo torneado y bronceado. Se subió a los zapatos y su mente voló.
La cena se alargaba y se refugiaba en el vino intentando esquivar las miradas inquisidoras de aquellos hombres ya entrados en edad que lo único que deseaban era comprobar si no llevaba bragas debajo de aquel vestido. En cambio, ella, desplegaba toda su artillería dialéctica para dejarles embobados y ridiculizados ante algún que otro comentario sexista. De vez en cuando, observaba a uno de los hombres sentados en la mesa. Desde el principio pensó que desentonaba, algo más joven, pero lo suficientemente maduro como para ser interesante. De pelo oscuro y ojos negros de vez en cuando representaba una pantomima con sus manos para atraer la atención de los prebostes y terminar con una sonrisa que a ella se le antojaba apetecible desde la distancia. El tiempo fue avanzando y las miradas aumentando. Ella bebía vino, el cerveza, yendo a contracorriente del resto. No se las daba de interesante ni aparentaba saber de esto o de aquello para llamar su atención, tan solo sonreía.
En el postre el se disculpó, se levantó y sin dejar de mirarla salió del salón y se perdió por el pasillo. Su andar era sereno y calmado y ella sintió un pinchazo en la entrepierna. De pronto, un montón de preguntas y deseos se agolparon en su cabeza formando una cacofonía que difícilmente podía controlar. Sintió un ligero mareo y se disculpó. Su piel ahora pálida se perló de un ligero sudor frío. Salió por la puerta y fue al lavabo. Aquellos aseos le parecieron siempre maravillosos. La luz nebulosa y blanquecina contrastaba con el negro absoluto del mármol frío y se reflejaba en los cromados ligeros de su amplitud. Traspasó la puerta y ésta, se cerró tras ella. Entonces sintió una mano fuerte agarrar su pelo recogido en una coleta, el cuello a punto de quebrarse fue aprisionado por unos dedos ágiles y poderosos. Casi en volandas sintió como su pecho se estampaba contra la pared y el frío pasó de la piedra hasta sus pezones. De puntillas e intentando hacer pie, notó como él separaba sus piernas con violencia inusitada, levantaba el vestido hasta las caderas notando sus uñas arañando la piel y arrancaba de un tirón unas bragas de doscientos euros. Eso le dolió, hasta que sintió su polla horadando su culo hasta el fondo. El grito se ahogó en su mano cuando tapó la boca. Por instinto, mordió y él, sin inmutarse, tiró de su pelo hasta arquear la espalda y sentir que podría partírsela si quisiera.
Escuchó como el cinturón se deslizaba y de manera habilidosa sus manos estaban prisioneras tras su espalda. Ahora, con una mano sujetándolas y la otra apretando la cabeza contra la pared, empezó a follarla con una bestialidad inusitada. Todo aquello estaba consiguiendo que sus muslos se empapasen del flujo que se escurría de su coño hinchado. El sonido de las embestidas y sus gruñidos solo hacían que el orgasmo se precipitase más y más rápido. Justo antes de que se corriese, sacó su polla y ella se derrumbó porque las piernas le temblaban tanto que no podía aguantar su peso. Él arrastró su cuerpo tembloroso y lo levantó hasta ponerlo sobre una fría encimera con un espejo amplio sobre ella. Tumbada, pensó que volvería a follarla pero se encontró con su polla metida hasta la garganta. Sin dejar de tirar de su pelo, se la folló, atragantándola en cada uno de los envites y llenándola de saliva. Un gruñido salvaje fue el preámbulo de una descarga que directamente entró en su garganta. Aunque no hubiese querido no habría podido no tragárselo todo. Cuando la tensión en su pelo cesó, salió de su boca, desató el cinturón y con él golpeó su clítoris hinchado y deseoso. El grito se mezcló con un orgasmo intenso. Cuando se dio cuenta, él ya se había ido.
Volvió a la mesa, algo descompuesta y las piernas aún temblorosas. Él ya no estaba.