Aquella semana había sido desapacible. La lluvia no había cesado y la arboleda de la parte de atrás de la casa había retenido toda la humedad y el frío del invierno. El viento les había dado una tregua y tan solo la fina lluvia les recordaba que el invierno sería largo, frío y oscuro. La previsión les recordó que tendrían que quedarse allí toda la semana y parte de la siguiente. El aislamiento era una variable y formó pronto parte del juego.
Él lo había previsto y había cortado leña suficiente para el resto del invierno que ahora estaba colocando bajo el tejado de la leñera, Cuando ella bajó después de una siesta en la que pudo dormir poco por el todavía punzante dolor en la piel provocado por los certeros latigazos de la mañana, se encontró una copa de vino tinto sobre la mesa junto a una nota manuscrita. El intenso rojo burdeos del vino le recordó con cierta alegría la sangre que a veces él hacía brotar de su piel. Tomó la copa de vino y bebió un sorbo. El intenso sabor llenó de recuerdos su boca.
– La alergia que tienes no conseguirá que tu piel esté más roja que con mi castigo. Bebe todo lo que puedas, lo necesitarás.
Luego bebió de un trago el resto del vino y se sirvió otra copa de la botella abierta que había sobre la mesa. Sobre ella, además había un pequeño saco de tela de raso cerrado con una cinta roja anudado con una filigrana. La curiosidad hizo que desatase el nudo y abriese el pequeño saco sacando el contenido depositándolo sobre la madera. El olor a cuero como siempre la excitó. Confeccionado de manera tosca y aparentemente con prisa, las esposas de cuero no tenían refuerzo ni acolchado. Estaban unidas a un grueso cinturón por unos fuertes eslabones que en un primer vistazo dejarían las manos muy cerca de las caderas. Del cinturón salía otra gruesa cincha perpendicular que tenía en el extremo un collar igual de grueso y un refuerzo justo en el medio con una argolla gruesa y pesada. La imaginación terminó de componer el escenario.
Cuando él entró en la sala de estar, agarró la botella y le dio un trago largo. Luego se dio la vuelta mientras le decía.
–Quítate la ropa, recoge lo que has dejado sobre la mesa y sígueme.
Ella obedeció sonriendo hacia dentro, con orgullo mientras veía como salía de nuevo de la casa. Cuando los pies descalzos tocaron el suelo frío y húmedo de madera del jardín se dio cuenta de que en poco tiempo su piel se había acostumbrado al frío de aquel invierno. Cuando estuvo junto a él, le pidió el arnés, lo colocó primero en su cintura, ajustó los grilletes de cuero a sus muñecas y comprobó que la medida era la adecuada. Luego ajustó el collar en el cuello lo suficiente para que sintiese el cuero rozar bajo la barbilla. Ella se sintió prisionera e inmóvil ante él. Entonces cogió la cuerda que estaba en el suelo y que había dejado la noche anterior para que absorbiese la suficiente humedad. La pasó por una argolla situada el techo de madera y dejó un cabo largo sobre el suelo. El otro extremo lo pasó por la argolla que tenía en el cinturón. Cuando todo estuvo dispuesto la miró con amor y le dio un beso en los labios. El sabor del vino se había mezclado con la saliva. Acercó la botella a los labios y dejó caer el líquido rojo que se derramó por su barbilla hasta sus tetas. Por fin tiró de la cuerda hasta que ella quedó suspendida tan solo con la punta de los dedos de los pies acariciando el suelo. El agua acumulada por la cuerda comenzó a gotear sobre su nuca, despacio, fría e irritante cuando él ató el extremo de la cuerda a un gancho situado en la pared.
Para él, ella era el ser más hermoso que existía y sentía orgullo y gratitud por tenerla, por disfrutarla, por usarla y destruirla. Allí colgada, con la piel blanca y marcada por sus latigazos, con la enorme melena enmarañada sobre su rostro y sus ojos verdes ardiendo de deseo y entrega, lo bello se convertía en perfecto. Sacó entonces una fina tira de cuero de unos sesenta centímetros con una bola en el extremo. La esfera metálica estaba adornada con decenas de minúsculas púas que brillaban con la tenue luz de la tarde.
–Quedan veinte minutos hasta que anochezca. Quedan veinte minutos para hacerte más bonita.
Comenzó a castigar sus tetas con los latigazos certeros de la tira de cuero que eran más precisos aún por el peso de la pequeña bola de metal. Las púas se clavaban en la piel dejando salir pequeñas gotas de sangre que se mimetizaban con los regueros del vino vertido desde su boca. Los más certeros se clavaban en los pezones y se mezclaban con los gritos de dolor mientras ella se retorcía colgada de la cuerda que seguía goteando sobre su nuca,
Cuando la noche se cerró, el vino y la sangre cubrían su pecho. Él se aceró y lamió todo su cuerpo, bebiendo el alcohol y el frenesí cálido hasta dejar sólo los centenares de marcas punzantes. Luego soltó la cuerda, acomodó su cuerpo en entre los brazos y la llevó dentro de la casa. La introdujo más tarde en un baño de agua caliente y se acurrucó junto a ella sin dejar de abrazarla.
Toda la suerte del mundo lo había llevado a aquel momento.
Wednesday