Mirando con cierta perspectiva y sintiendo lo explícito que puede llegar a ser una sesión, desde hacía mucho le gustaba bucear por sus ojos, estando tan cerca que incluso sus movimientos resultaban incómodos. Cansado de ver desde algo lejos como la piel se moldeaba, como resurgían los iconos sanguinolentos de la entrega, como la saliva regaba los pezones y el flujo desembocaba más allá de sus pies, decidió centrarse en la hipnosis que producían sus ojos, la perfección, su forma, su intriga. Quizá era eso lo que más le atraía de su físico, esa capacidad de ofrecer limpieza en la mirada y pasión sin control, de deseo y entrega como nunca había conocido.
En sus ojos estaba todo, el amor, el dolor, y cuanto más cerca estaba de ellos, más conocía sus reacciones. Se volvían líquidos, como su coño, en un iris mágico que le sacaba siempre de las penumbras e iluminaba sus sombras mientras ella se sumergía con deseo en esa oscuridad. Se enfrentaban la negrura de los suyos, lo implacable y profundo con el océano de miel donde las manchas revoloteaban como las abejas, buscando el néctar que él recogía de su coño. A veces, cuando el pelo se interponía entre ellos y ella no estaba amordazada, se soplaba grácilmente para apartarlo, incluso cuando el dolor acuciaba y los azotes se convertían en tropel.
Era entonces cuando la vida se componía en un baile alrededor de su cristalino y la sangre desaparecía de la superficie de sus globos oculares. Las lágrimas a veces ayudaban a dar ese aire fantasmagórico a su mirada, ya perdida en el placer y el dolor a partes iguales. Cuando él cortaba su respiración jugando con sus dedos en el clítoris, tendía a dejarlos en blanco mientras su cuello se echaba hacia atrás, esperando el apretón que le cortaría la respiración del todo. Entonces, volvía la miel a presentarse sobre ese mantel, en un picnic de piel y flujo que ambos disfrutaban sin dificultad.
Cuando terminaba, se daba cuenta de que su cuerpo era más perfecto, porque no se quedaba solo en los arañazos de su piel, entraba dentro de los tajos que sus ojos le habían dado a su vida. Entonces sonreía y soltaba sus ataduras. Los besaba con tanto cuidado, como cuando se abrazan mariposas con las manos. Un viaje más en esos oleajes de deseo espeso. Eran esos ojos los que siempre terminaban endulzando el amargor del negro de los suyos.
Me ha gustado, voy a hurgar más por aquí.