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La cremallera se deslizaba con tanta suavidad como los dedos por la seda. Arrodillada frente a la prenda, contenía el tumulto que las dudas imploraban por solucionarse. Sacó la tela de la funda y la extendió sobre el suelo con delicadeza. El negro reflejo de su alma se vertía con sencillez en el algodón. Incluso en los momentos de tristeza conseguía sacarle una sonrisa que no exteriorizaba. Había conocido muchos extranjeros y todos ellos siempre quisieron cambiarla, acercarle su lado occidental. Cuando le conoció, no pensó diferente. Al principio, por sorpresa, sólo mostraba aprecio con gestos, comedidos, sencillos. Tenues sonrisas y miradas ligeras. Se preocupó por ella y de ella sin siquiera acercarse. Un extraño extranjero. Sabía que su forma de ser estaba fuera de lugar y de época y era complicado para ella resolver algunos asuntos por esas mismas circunstancias. Al mismo tiempo, conocía que tarde o temprano, su manera de pensar sería un valor a tener en cuenta para alguien. Era su educación, pensó durante mucho tiempo. Luego se dio cuenta de que así era ella simplemente.

Al mirar el kimono sintió la congoja de quién es incapaz de parar el tiempo y refrescarse con algunos de los recuerdos imborrables. Todo olía a él, cada rincón, cada fibra, cada mota de polvo. ¿Cómo podría mantener ese olor para siempre? Podría vivir con el recuerdo de las innumerables veces que le baño, de los silencios perlados por comentarios cargados de humor y sensatez, de como el agua tibia se descolgaba por su barba goteando rítmicamente en la superficie del baño. El tacto de su piel y el calor que desprendía cuando le secaba. Los brazos rodeando su cabeza y manteniéndola pegado a su abdomen, esa especie de nirvana físico. Tratando de no olvidar aquella mirada de respeto, una mezcla de devoción oriental y fortaleza occidental. Él cambió por completo su mundo haciéndole ver lo maravilloso que ya era.

La primera palabra que le escuchó sonó temblorosa. Posiblemente ella le viese como un pobre patético gaijin intentando hacer sucumbir a una oriental por mero placer. Utsukushi-sa le decía al oído mucho después en un horrendo japonés que parecía pronunciado por un oso de las cavernas. Pero eso a ella le encantaba. Consiguió con mucho esfuerzo que sonriese sin taparse la boca estando junto a él. Y él se esforzaba en hacerla reír. Dedicó tanto tiempo a conocerla como a conocerse en aquel mundo tan hostil y cerrado mientras ella, poco a poco se abría como las flores en primavera para él y su majikku. Poco podía esperar de aquellas primeras palabras que temblaban entre sus labios, ocultos casi en su totalidad por la barba. Un hombre primitivo en el que pondría su vida para que los brazos rodeasen su entrega.

El tiempo pasaba más en silencio que entre algarabía. Aprendió rápido, no era un sencillo extranjero, ávido de respuestas y estímulos acelerados. La pausa y la cautela iban de su mano. Caminando por unos hermosos jardines se dio cuenta. Paró su caminar mientras él continuaba con paso lento y hablando de sus cosas. Le observó desde atrás y sonrió. Entonces él se paró y se giró extrañado, frunciendo el ceño. Ella ya no vio lo salvaje en el exterior, vio aquella mirada de paz y deseo, furibunda ventana a su salvaje interno. Se acercó despacio y agarró su mano, acomodó la cabeza en su antebrazo y notó como él creció. Continuaron caminando sin decir nada de ello. Él continuó la conversación donde la había dejado.

Acariciaba el escudo, blanco, su marca. Cinco repartidos por todo el kimono. Se las había ganado, primero él y luego ella. Se tocó la cadera y notó la cicatriz. Hoy dolía más que nunca, más incluso que cuando él marcó a fuego su piel. Fue un invierno, crudo y frío. La nieve ni siquiera se derretía con el fuego. Ella llevaba un kimono tradicional, austero, de mucho antes de que la cultura china influyese en el sentido y colorido. Debajo estaba desnuda. Por mucho tiempo que pasara, seguía sintiendo vergüenza enseñándose así para él. El grito de dolor fue mágico, perdiéndose en lo profundo del bosque escoltado por los mirlos y alguna rapaz hambrienta. Ni siquiera la fiebre posterior le hizo pensar que se había equivocado. Lo amaba.

Un escudo por cada cinco años. Se desnudó y se vistió con esmero y dedicación, la misma que ella ponía en vestirle a él y toda la contraria que a veces él ponía en desvestirla a ella. Se servían uno al otro, un placer constante que en las caricias elevaba el espíritu al cielo y en la violencia lo enterraba en Jigoku. Se convirtió en un maestro del shibari sólo porque a ella la presión de las cuerdas en su cuerpo, la imposibilidad de escapar, lo etéreo de la suspensión sobre lo terrenal, le abocaba a un orgasmo infame que él recogía entre sus manos. A veces, las suspensiones se alargaban tanto como los orgasmos continuados que hacían que se desmayase para despertar por el dolor que le proporcionaba sodomizándola sin ningún tipo de consideración. Los grititos ahogados le volvían loco, tanto que a veces pensaba que era una encarnación demoniaca que había llegado hasta ella para sumirla en el más oscuro de los abismos.

Cuando salió de la estancia, el incienso borró su olor. Vestida con el Mofuku tradicional, caminó despacio hasta la pira donde reposaba su cuerpo. No pudo evitar sonreír al pensar que al oído le hubiese dicho que a su funeral debería haber ido con un kimono Yukata, más apropiado para una fiesta que para un momento aparentemente triste. Se dio cuenta hasta donde había cambiado viéndole ahí y al mismo tiempo a su lado, haciendo comentarios graciosos sobre su propia muerte. Y ella, sin poder ni querer evitarlo sonrió, porque aun siendo la muerte un final triste del camino, podría recordar para siempre lo feliz que había sido el trayecto.

Después lloró por primera vez.

Wednesday

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