La naturaleza, el exterior, las posibilidades que daban aquellos lugares inhóspitos, escondidos de la muchedumbre, silenciosos, porque el ruido de aquellos lugares daba sentido a todos los silencios. Las botas hacían crujir el suelo, compactando la nieve recién caída mientras las piernas se hundían más allá de los tobillos. El vaho que salía de su boca abría el camino dejando pasar los árboles a cada lado mientras las nubes hasta hacía poco blanquecinas y espesas, dejaban entrar los primeros rayos de un sol especialmente luminoso aquella mañana. O al menos a ella así le pareció. Aquel árbol grueso y anciano era un lugar tan bueno como cualquier otro, pero las ramas bajas hacían de él una parada obligada. Para su sorpresa, las cuerdas se hundieron en la nieve en polvo y giró la cabeza pensando que se le habría caído por descuido. Sin embargo solo vio esa sonrisa que precede a la tortura. Soltó la mochila que aún sujetaba en la otra mano y sacó el enorme cuchillo de su funda. Cuando ella sintió la hoja fría de acero y carbono entrando casi en vertical por la nuca, sintió el escalofrío más intenso de su vida. Con una mano, él sujetó su cuello, con firmeza para que no se moviese. Después rasgó la ropa con tanta facilidad que ella se asustó. Tardó unos instantes en sentir el frío del ambiente, tan solo cuando le ordenó que se quitase las botas y pisase la nieve, recordó el gélido ambiente que había alrededor. La piel se volvió blanquecina, la sangre desapareció de ella, buscando refugio en el interior de sus entrañas para proteger lo vital. Fue entonces cuando entendió porque había soltado las cuerdas.

El algodón se había empapado lo suficiente, la cuerda pesaba más y estaba increíblemente fría al contacto con el aire. Cada vuelta que daba era una tortura. Hacía ya un rato que había dejado de sentir los pies y casi las manos. Los pezones estaban tan sensibles que solo respirar era doloroso. Cuando colocó la espalda sobre la corteza del árbol gritó. Sintió como se clavaban infinitas astillas en una piel que creía insensibilizada. Ya amarrada, inmóvil, él fue haciendo un montón de nieve frente a ella mientras hablaba y le contaba un cuento hermoso donde el frío y el calor siempre estaban en guerra.

Dentro de ti, luchando, el ardor del deseo, ese calor indomable que pugna por salir cada día, cada segundo, pero que encierras entre tus piernas, o bajo tu pecho, dejando escapar de vez en cuando tormentas cálidas entre tus dientes. Ahora ese calor, tan necesario para ti pelea por salir, a voz en grito, pero nadie te va a oír, tan solo yo, que lo conozco, como conozco cada centímetro de tu piel, la estructura de tus huesos ahora congelados. El montón crecía hasta tener la altura de su figura. Entonces se colocó frente a ella y con una mano agarró un puñado de nieve que se escurría entre los dedos. Amasó uno de sus pechos con ella y el dolor provocó un aullido que se perdió en el eco de la distancia. Los pájaros volaron, aleteando en mitad de aquella locura. Las gotas frías recorrían su abdomen buscando algún lugar más cálido antes de llegar al suelo, pero a esas alturas, el clítoris se había convertido en un glaciar. Para su sorpresa, lubricaba como nunca ante el dolor y el castigo y cuando los dedos fríos hurgaron su coño, su respiración se cortó y los dientes se clavaron en los labios amoratados.

Pero el frío, continuó, es una barrera que nos enseña lo difícil que es mantener vivo ese calor. El frío invade las fronteras, la piel se entumece y se esconde, gritando y suplicando por esa ayuda. Pero nunca llega. La piel, dijo mientras repetía la operación con el otro pecho y con la mano ahogaba el grito, en el calor, siempre da la talla, siempre a la vanguardia, exuda, huele, se tiñe de colores vivos, se hincha de gozo, sangra a veces, y le da a al calor, una fuerza inusitada. Pero frente al frío, el calor no recompensa a su más ferviente guerrero y le abandona a su suerte, cerrando a cal y canto su refugio. Entonces se apartó y observó lágrimas de verdadero dolor.

Cortó las cuerdas y el cuerpo cayó sobre la nieve blanda. Al hundir las manos, ella sorprendentemente sintió alivio. Después una manta cubrió su cuerpo, una bebida caliente avivó su espíritu, y los brazos fuertes reconfortaron la tortura. Cuida tu piel porque es mía, si no te cuidas por ti misma no esperes que yo lo haga. Cuando estuvo seca y en calor, sacó de la mochila ropa limpia y de abrigo que ayudó a ponerse y unas botas nuevas. Ahora, yo cuidaré de tu espíritu y te recordaré lo que este árbol significa para los dos. Recogió las cuerdas y las guardó con cuidado desandando el camino que una hora antes habían transitado.