Me desahogué contigo, pagué mi frustración con tu piel, tensé mis nervios con las cuerdas que te aprisionaron hasta hacerte gritar. Golpeé mi ira con la rabia que me hacía ver que tu cuerpo soportaba lo que yo no pude. Te grité en la cara toda mi furia haciendo temblar tus lágrimas. Pinté tu cara con el maquillaje que te habías puesto para mi y desollé tus rodillas al arrastrarte por el suelo tirando del pelo que habías perfumado para la ocasión. Postré tu orgullo bajo mis botas y mientras yo apretaba los dientes tú hacías lo propio, con más entereza, con más elegancia, con aguante y soltura.

Cerraba mis puños rabiosos y apretaba mis dedos contra tus mejillas, desencajando tu mandíbula, y transmitiendo en mis ojos inyectados en sangre todo el miedo que pudieses soportar. Evitabas forcejear por temor a esa melancólica furia que apenas dejabas atisbar y cuyas represalias sobrepasarían todos los límites de lo posible. En tus ojos, un animal, una luchadora, exhausta pero que plantaba firme los pies, inamovible y aun sollozando, perfecta.

Cuando acabé, no recuerdo quién había derramado más lágrimas, si tú o yo. Esperaste, como siempre, paciente, dolorida, terrenal y entonces te volviste eterna, besando mis manos, doloridas como tu cuerpo, vencidas como tu piel, derrotadas como tus huesos. Pero elevada en tu poder y en tu entrega, limpiaste mi cuerpo, con dulzura y lentitud. Tendido en el suelo, demolido por una fuerza imparable que nadie, ni siquiera yo puede controlar y solo, en los momentos de lucidez extrema, soy capaz de contener.

Me sentía impío pero tú, en tu pasión, en tu entrega, en tu dolor y sufrimiento, pensabas más en mí que en ti. Tu voz, trémula me desgarró. No eres un caramelito, frágil, dulce, no.

Soy tuya, aunque no lo veas aún. Las palabras retumban en mis venas cada día y así lo hará por siempre.