Estaba orgullosa de su cabello, largo, oscuro, lacio aunque a veces se rebelaba formando nudos que constituían marañas de pasión en los que él se colgaba para arrancar gemidos incontrolados. Le sentía detrás como siempre que no estaba arrodillada observando con hipnótica parsimonia sus botas. Notaba su aliento cálido y pausado en contraposición de lo acelerado del suyo. Sentía su pecho tan cerca y ardiente, que el suyo solo se hinchaba cada vez más rápido. Hablaba despacio, inmerso en metáforas que muchas veces le hacían viajar a los confines de su propia existencia y eso le maravillaba. Con el tiempo, había diseñado un mapa, cada azote, cada marca que su piel ya apenas recordaba, él la traía de nuevo a su memoria, contándole como en aquella ocasión, las placas tectónicas de su cuerpo se plegaron ante el impacto y como el terremoto arrasó por completo la zona. Ahora emergía de nuevo aquella ruptura, aquella sanguinolenta masa informe que hoy había convertido su cuerpo en lo que era.
Agarró su cabello con suavidad, desde las puntas que rozaban el ecuador de su cuerpo y fue subiendo, al norte mientras su puño iba cerrándose alrededor. Los trópicos le deseaban y él clavaba sus dedos, volviendo a recordar inmisericordes escenas donde la piel sufrió el tormento de los envites naturales. Más marcas, huesos doloridos, entrañas rasgadas pero él no paró, continuó el viaje hacia el norte, hasta el estrecho de su nuca, donde los ríos de sus lágrimas a veces regaban las heridas de sus dedos aprisionando y formando embalses perfectos de emoción. Ante sus manos, aquel estrecho en el que se había convertido su cuello, no era nada más que una fina rama de un árbol aún en crecimiento. El estrecho se convirtió en fuente de vida cuando la tirantez del pelo impidió que sus manos avanzaran un poco más. Entonces, una fuerza sobrehumana, una divinidad de energía se abatió sobre su cuerpo y el poder de su maestro le concedió el deseo de postrarse ante él.
Las rodillas golpearon el suelo, como las del gigante derrotado, haciendo retumbar todo su ser sin dejar de sentir la presión de aquella deidad que le sometía a voluntad y solo transmitía felicidad. Cuando él llegó al norte ella, sucumbió al sur, trémula en la carne, viva en el espíritu, sintió el ariete divino del sexo que horadaba cada instante su garganta mientras su saliva pugnaba como un geiser a punto de explotar para salir. Cuando sus pulmones se llenaron de aire, sintió las lágrimas de nuevo recorriendo el estrecho de su cuello habiendo partido del puerto de sus ojos, lagunas infinitas de deseo incontrolado.
Cuando terminó, añadió una nueva página al mapa de su cuerpo, una piel tersa y limpia que solo era bañada por el sol, las lágrimas y su sudor, sanador.