¡Cuánta riqueza había en aquellos dedos! Y en aquel verdor primaveral tan lejano. Las conversaciones eran como pasear despacio junto a esos estantes donde se mezclan de manera ordenada y cromática las ceras, los acrílicos, los esmaltes, las tizas. El olor del papel, similar al de su piel en la que pintar o escribir, tanto daba, penetraba hasta desgarrar el más profundo de los sentimientos que luego acometía la mayores de las barbaries. Igual que se rasgaba el papel, se rasgaba la piel y ella, a sabiendas de que eso sería así, se pintaba y escribía para encabronarle un poco más. Cuando el pelo negro y ondulado se mecía mientras caminaba, él simplemente observaba e imaginaba cómo iba a desgajar sus pensamientos para luego arrancar su ropa y hacerle ver que ella, tan rica en matices, tan grande en en proporciones, simplemente iba a subyugarse.
Pero todo aquello era puro misticismo, niebla en todo caso que se precipitaba como la noche de luna nueva para ser intangible. Al final ella sólo era recuerdo y humo. Eso si le encabronaba porque, a fin de cuentas, nada de todo aquello se sostenía. Ni siquiera las palabras, otrora cimiento de la dureza de cualquier relación tenían ya sentido. Las palabras no se las llevó el viento, se las comió, masticó y tragó el tiempo. Ese tiempo que fue construyendo el dique de contención para que el kraken se quedase bien lejos y ninguno de sus tentáculos pudiese ni siquiera rozarles. Y aunque los dedos quisieran tocar, rozar o presionar, tan solo se hundía en un fango del que saldrían perfectamente limpios, tal y como entraron porque dentro, no había nada.
Cualquiera se hubiese dado cuenta de que por mucho amor que hubiera, lo único que lo resquebraja, sin posibilidad de recomponerlo es el silencio. Nada más doloroso que esa quemazón que no sustituye al azote o la bofetada, que no justifica el uso de las cuerdas y que desde luego, permite echar la llave y arrojarla al abismo de lo que fue el deseo.
¡Cuánta riqueza había en esos dedos que ya casi no recuerdan!

Wednesday