La cubertería tenía un tacto agradable. Las filigranas le proporcionaban no solo belleza, sino rugosidad suficiente para que el agarre fuese perfecto. Mientras masticaba no dejaba de mirar, curioso como siempre. Ella, comía despacio, frenada por sus pensamientos y sus tribulaciones. Pensaba que algo iba mal o que iría mal, no estaba segura. El silencio se rompía por el choque de los cubiertos contra los platos o el tintineo de las copas al posarse sobre la mesa. El vino embocaba el cristal en turbulencias rojizas y la luz de las velas propiciaba un ambiente espectral a aquellos momentos. Dejó la copa tras dar el último sorbo y se limpió los labios con una servilleta blanca con motivos rosados en sus bordes. La dobló con cuidado y la dejó sobre la mesa, a la derecha del plato. Después se recostó sobre la mullida silla y suspiró los suficientemente alto como para que ella se percatase.

Miró sin pensar y le vio serio aunque en realidad era la preocupación la que rondaba en aquellos momentos su mirada. ¿Por qué esta desconfianza en ti misma? le preguntó mientras ladeaba la cabeza. Daba la sensación de que se salía de su cuerpo y se volvía neutro. En otras circunstancias hubiese tardado en responder o se hubiese mordido la lengua, pero la congoja trepaba por la garganta buscando con desesperación una liberación que quizá atrajese un castigo. ¿Por qué me siento en constante fracaso? ¿Por qué tengo la sensación de estar defraudándote constantemente y no darte lo que necesitas? Las lágrimas comenzaron a fluir sin control ni sentido, pero ella no se movía. Las palabras borboteaban en su boca y se mojaban en la cascada del llanto. Tengo la sensación de que no soy lo que esperas, o lo que deseas, que no te doy lo que necesitas, que no soy capaz de llenarte de emociones y sentimientos, que cada vez que beso tus manos o apoyo la cabeza en tu regazo, no soy capaz de completar la dignidad de lo que se supone esperas de mí. Y sin embargo tú no me dices nada. He aprendido a estar en silencio, a esperar lo inesperado, a soportar el dolor, pero todo ello jamás ha estado arropado por tus palabras. Y sabes que adoro tu voz, como me parte por la mitad, como sisea en mi nuca cuando susurras. Solo escucho de ti palabras de consuelo y de aliento, pero suenan como si no creyeses en ellas, como si fuese la rutina diaria que dispones para mí. Está bien, me dices, lo has hecho como debes, estoy orgulloso. Tampoco cuando lo sustituyes con un grito parece que suene como debiera.

Hizo una pausa, el llanto incontrolado ya no dejaba opción y entrecortaba las palabras y las hacía difícilmente comprensibles. Él se levantó, rodeó la mesa y enjugó las lágrimas con sus dedos, esperando unos segundos a que la respiración volviese a tener cierto control. Cuando así fue, deshizo los pasos y cogió la silla en la que estaba sentado, llevándola con una mano hasta donde estaba ella sentada. La colocó en paralelo y se sentó.

Lo habitual no tiene porqué ser lo correcto. El sentimiento de fracaso, de decepción, es habitual. Mucho más en las sumisas. Uno quiere ser perfecto para el otro, siempre, no fallar, estar a la altura, que el orgullo sea una constante en el pensamiento y en el sentimiento del otro. Es bonito, si, y una gilipollez, también. Bailamos sobre las fluctuaciones de nuestras emociones y nuestros actos e incluso haciéndolo lo mejor posible, siempre nos ronda esa sensación de pesimismo, de podría haberlo hecho mejor, o de otra manera que quizá le hubiese llenado más o se hubiese sentido pleno. Es todo eso de la plenitud donde está el engaño. Nos han engañado constantemente. No hay plenitud, hay sentimiento de felicidad. Y ese sentimiento es el que contrarresta el del fracaso.

Agarró su mano y la apretó con fuerza. No le hizo daño, al contrario, sintió una corriente de seguridad como pocas veces había sentido.

Contigo sonrío, es natural, soy feliz. ¿Te parece poco motivo para desterrar tu fracaso? No podría ser feliz en la vorágine del fracaso. Te sientes así por ese afán externo de ser lo mejor, lo insuperable, que nadie más pueda competir con el fulgor de tu sumisión hacia mí y por ende yo no tenga necesidad de mirar a otro lado. Eres tú la que se defrauda a sí misma, la que fracasa una y otra vez cada vez que deja entrar ese pensamiento a revolver tu cabeza. Asume lo que tus pensamientos hacen a tus actos y deja en paz los míos porque yo soy dueño de ellos y hasta que no entiendas que también los tuyos son míos, no comprenderás lo lejos que estás de ese fracaso. Destiérralos porque son como el viento frío de la mañana que deja una fina capa de hielo sobre el agua. Lo importante está justo debajo. Lo de arriba, sólo te hará resbalar y caer, una y otra vez.

Todo va a ir bien

 

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