En cuanto se quitó la ropa supe como decorar su piel.

Los rizos en bucle infinito se precipitaban sobre sus hombros y tapaban parcialmente sus pechos. La piel, una mezcla de dorado y palidez exquisita, nunca antes había estado en una situación similar. No era tímida, pero aparentaba serlo. Jugaba a ese juego tan antiguo de hacerse la inocente cuando en realidad ardía en todo su interior. Era espléndida. Caminaba desclaza, sin hacer ruido, levantando solo las puntas de los pies en un baile con el suelo que se antojaba hipnótico. De vez en cuando, paraba y se deslizaba con sencillez y de manera grácil. Bailaba para mí sin bailar. La música la producía su sangre bombeando con fuerza desde lo más profundo de su corazón y se amplificaba en unos labios carnosos rosados, perdición para cualquiera que plantase su mirada en ellos. Parpadeó dos veces, con cara de niña buena y se sopló el pelo hacia un lado. Sorprendéntemente no tenía pecas pero si una sonrisa escandalosamente luminosa. En cambio, su mirada, penetrante, se hinchaba como lo hacía su pecho al acercarse a mi.

Pegó su piel al cuero frío de mi abrigo y se estremeció. Mi mano agarró su cuello, fuerte, violento, y le hice retroceder de puntillas dos pequeños pasos. Abrió la boca buscando el aire que acababa de restringirle pero sin dejar de mirarme. Me gustaba su altanería, la seguridad que tenía en esa mirada de saberse segura de si misma. Intentaba averiguar si realmente sucumbiría o sencillamente había ido allí para ser retratada. Intentó hablar, pero un pequeño gesto hizo que desistiese. Levanté su cuerpo como si fuese una rama mecida por el viento sin soltar su cuello. Por un momento noté como sus pies intentaban buscar el suelo sin conseguirlo.

En un instante ralentizado, su cuerpo cayó sobre la inmensa cama mientras cerraba los ojos. Por primera vez sintió algo de miedo, cuando me miró, terror. Antes de que pudiese reaccionar, sus muñecas estaban aprisionadas por mis cuerdas. Tuvo un intento de zafarse de ellas pero desistió rápidamente. Mis manos no apretaban, solo se deslizaban por su piel, con energía y precisión. Tiré de uno de los cabos y levanté su cuerpo, alzándolo sobre la cama. Su respiración acusada dejaba entrever sus costillas, apetecibles y donde mis dedos podrían hacer estragos, sin embargo, la plasticidad de su cuerpo dejó de perturbarme y aclaró mi mente.

Hasta ese instante no me había dado cuenta de que su pelo rojo hacía juego con la luz reflejada y la cuerda y se mezclaba de tal manera que parecía que uno y otro eran lo mismo. Pasé mis dedos desde sus labios bajando por su cuello hasta sus pezones que retorcí sin ningún tipo de control. Gritó y me sentí satisfecho. Su mirada mezcló la furia, el placer y el miedo y precisamente esa era la mirada que quería retratar. Agarré la cámara y disparé una ráfaga de fotos directamente sobre su cara. Le enseñé el resultado. Gimió.

Al fin pudo ver su verdadera mirada, esa que sabía tenía y llevaba buscando. Dos horas después, curaba de sus heridas mientras me perdía en los infinitos bucles de sus rizos de fuego.