Nunca fue una declaración de intenciones, aunque lo pareciese. Después de la primera hostia y sólo cuando vio su saliva gotear en el suelo sintió como nunca cómo de firme era aquel suelo que pisaba y en el que se arrodillaba. A veces no sabía el espacio que debía ocupar en la vida, al menos en la suya. Esa inconformidad le hacía sentirse allí o aquí, rodeado siempre de personas que no sabían nada de ella, pero creían saberlo todo. Y ella se dejaba porque era todo más fácil así. Si tenía que agradar, sonreía tímidamente. si tenía que enfadarse, apretaba los dientes y se desataba con furia y gritos. Era lo que los demás esperaban de ella, pero no era lo que ella deseaba esperar. Por eso, aquella saliva goteando de la comisura de sus labios, brillando sobre el suelo, se convirtió en un verdadero desafío.
Retó con la mirada y con el cuerpo. Se agitó desde las entrañas contra aquella violencia aparentemente gratuita. Luego el cruce de miradas fue una hostia aún mayor. Intimidar no debía ser fácil, lo asociaba siempre a un cuerpo grande y presencial, a una voz grave, a un miedo innato al rechinar de los dientes aguantando la violencia. Sin embargo, allí estaba él, tranquilo, impasible, con la voz suave y una determinación inquebrantable en la voz seca y directa, casi cortante como el filo de alguno de sus cuchillos. El susurro era suficientemente poderoso como para acojonar a cualquiera que estuviera en la misma situación. Aquella batalla quedó rápidamente dilucidada sin necesidad de alzar la voz ni la mano.
Pero le jodía. Le jodía tener esa necesidad que salía de sus entrañas y que no podía controlar. Entonces se daba cuenta de que adoraba aquella seguridad y displicencia que le hacía arrastrarse sin darse cuenta como una perra para tener su atención de manera breve. Esa brevedad era pura intensidad que se transmitía a través de sus dedos cuando se clavaban en su carne y sus oídos se llenaban de una cacofonía difícil de entender para cualquier otro. Se hubiera tatuado una vida en la piel, pero lo único que le venía a la cabeza era “putéame”. Se lo hubiese grabado a fuego si se lo hubiese pedido o él lo hubiera forzado, pero estaba segura de que, si lo hubiese propuesto, él hubiera sonreído y contestado cualquier cosa absolutamente rotunda por muy estúpida que pareciese.
“Putéame” pensaba y él, sin necesidad de leer sus pensamientos lo hacía con una dureza extrema y un gozo descomunal. Ambos sonreían, pero él sabía exactamente el porqué y ella, sólo quería saber lo que pensaba intentando descubrir cómo era posible que la conociera tanto y tan cerca que ni ella podía vislumbrar. “Putéame” dijeron sus labios justo en el momento en el que la saliva volvió a caer al suelo.

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