Se tarda mucho tiempo en ser consciente de lo que realmente puedes hacer, puedes dar y puedes obtener. No es algo que se precipite de la noche a la mañana. A veces ni siquiera se produce a lo largo de nuestra vida. Vagamos de propósito en propósito como la bola brillante de un pinball golpeada una y otra vez buscando un agujero en el que conseguir más puntos. Eso es lo que llamamos experiencia, pero lejos de la realidad, solamente estamos yendo de un lado a otro creyendo que sabemos lo que hacemos, dictando sentencias que rebotan en los cristales iluminados y actuando como malos actores en una mala obra teatral. Se tardan años en reconocer que la disputa siempre se pierde porque descubres que todo lo que hacías y creías saber no sirve para nada. Ellas, confundidas o no, se enfrentan a unas reglas a veces incómodas que cambian según las manos que las redacten.
Cierto es que la base siempre es la misma, pero lo que hace que todo sea un conjunto es de su padre y de su madre. Nada nuevo bajo el sol porque esto sirve para todo. Nosotros, aprendemos normas y gilipolleces que nos hacen sentir estupendos y poderosos porque siempre hay alguien que nos lo permite. Nos dejan malcriar con nuestros vagos conocimientos, generando una experiencia falsa que hay a quién conmueve, pero no son más que palabras vacías y acciones repetitivas, clonadas por otros o por nosotros mismos.
Buscamos sin descanso y con deseo a quién ofrecerle nuestras mejores interpretaciones. Y se las damos, claro que se las damos, pero no hay nada más que eso. El número no es importante siempre que sea mayor que uno. Cuanto más mejor, más cantidad, más fuerza, más dolor. Siempre es un punto más, un paso que ya no medimos porque nos refugiamos en esa experiencia que nos lo ha dado todo. Entonces, cuando la edad ya te machaca en todos los ámbitos, comienzas a ver algo de luz. No siempre, pero ahí radica lo emocionante, darse cuenta de que todo lo que has hecho estaba mal y aún tienes tiempo de rectificar. Nunca nos pusimos un propósito, nunca nos propusimos saber que podíamos y qué debíamos manejar. Solo actuábamos.
Y cuando esa luz tenue se convierte en un foco cegador, ves la pepita de oro en el fondo de la criba y te das cuenta de que te habías estado rebozando en el fango con el oro debajo de tu culo. Es ahí cuando todo desaparece y el propósito es tan evidente que solo puedes ir hacia una dirección, la que extiende su mano para acogerte y ofrecerte todo lo que habías deseado siempre y creías haber cogido como dominante, sin muchas preguntas y mucha soberbia. Te sientes pequeño y reconfortado y al mismo tiempo el dominante más brutal del mundo.
Sólo se necesita un propósito que puedas manejar y no perderte por el camino.
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