Cuando el metal resuena una y otra vez, de una pared a otra, golpeando con furia la piel y la carne, desorientando los sentidos y provocando el vómito, las rodillas se colocan en el estado natural. El suelo ardía, el calor era insoportable y la botella de agua colgada de un ridículo cordel se iba acabando incluso cuando racionaba los sorbos. Las fantasías se hacían realidad y entre golpe y golpe también resonaba su voz. Sabía que ahora, fuera, él estaría disfrutando. Por tener razón, por hacerla ver lo estúpida y ridícula que se ponía cuando se encabezonaba con algo. Siempre había sido así, pero parecía que no quería aprender. En su fuero interno se justificaba y se decía, con cierta complacencia que aquella era la única manera de aprender, a hostias, a desgracias, al revoltijo que su estómago maceraba para volcarlo en alguna de las cuatro esquinas de aquél contenedor.
En aquella tenue oscuridad, una pequeña luz protegida por una red metálica peleaba por llegar a todos los rincones. En ese ambiente el tiempo se mastica y se alarga engullido por los gritos de desesperación. Se fue quitando la ropa según iban pasando los minutos y la temperatura se incrustaba en cada uno de los pliegues de la piel. Cuando se sentaba lo hacía debajo de la luz, se acurrucaba y cerraba los brazos alrededor de las rodillas. Respiraba despacio creyendo que el oxígeno se iba agotando poco a poco. Sabía que en aquellas circunstancias llevaba todo al extremo más real posible y la falta de aire era una de ellas. En aquella postura y con aquella luz veía los recuerdos de las marcas y se reconfortaba de aquellos instantes, dolorosos pero liberadores. Comparado con aquello, prefería el dolor físico y empezaba a odiar la sensación claustrofóbica de la angustia. No controlaba los pensamientos como le gustaba, ni el estrés ni la presión psicológica. ¿Cuánto tiempo llevaba allí dentro? Notaba como se deshacía como si estuviera hecha de cera. Ya solo con las bragas resoplaba intentando buscar algún resquicio de frescor, pero el aire estaba tan enrarecido y pesaba tanto que fruncía el ceño esperando el repentino dolor de cabeza. Estaba empapada por fuera y seca por dentro.
El tiempo jugaba con la ventaja del comodín y de los ases y estaba en el punto en que con tan solo apoyarse en las paredes la piel se adhería a éstas y se separaba, mudando parte de ella, pero sin ningún control. En el punto álgido de la desesperación, cuando el desmayo era una buena idea, las puertas se abrieron dejando que el aire fresco recorriese el cubículo y atrapase el cuerpo débil y famélico. Intentó sonreír sabiendo que el calvario había acabado pero la intención se le borró de la cara cuando le vio con una mordaza en una mano, las cuerdas en el hombro y un látigo en la otra. Le tiró la mordaza que cayó a los pies. Se tiró al suelo a recogerla y pensó que sería incapaz de levantarse. Entonces escuchó como las puertas volvían a cerrarse y le escuchaba musitar cerca de su cuello: Recoge lo que siembras.
Wednesday