El último grito siempre deja paso a la respiración más ligera que existe. Ya no queda nada por sacar, el aire se convierte en una simple corriente que recorre nuestra tráquea y se detiene en los pulmones para luego salir imperceptible al oído, sigiloso como el ladrón que no quiere volver a pisar el lugar que acaba de violar. A veces con los dedos y con la presión adecuada se consigue que el aire, constreñido en su entra y su salida, entone un sonido ligero, un grito insonoro de vida. Las paredes de hormigón siempre fueron una perdición para ella. Disfrutaba cuando la piel se desollaba contra la rugosidad implacable y dejaba su cuerpo en carne viva. Él lo sabía bien porque recordaba cada una de las cicatrices que, como los antiguos pasaportes, decoraban con sangre los lugares por los que había estado. A ella le ponía cachonda cuando sin venir a cuento hacía alusión al lugar, la fecha y la hora con una exactitud que acojonaba. Tenía ese lado de psicópata controlador y retorcido que en momentos puntuales era absolutamente arrebatador.

Ahora ella estaba en el suelo, derrumbada después de que su abdomen hubiera estado apoyado demasiado tiempo en el alfeizar destruido de una ventana mientras él, con la naturalidad del que hace lo que le sale de los cojones con sus cosas, adoraba su culo a base de hostias. Con cada golpe notaba como las piedras sueltas y los cristales de lo que antes fue una ventana se iban clavando poco a poco alrededor de su ombligo. Luego, cuando ya no hubo más piel que enrojecer hasta la sangre, agarró su pelo, le dio la vuelta y la sentó como si nada en el mismo lugar donde antes reposaba su abdomen. Las piedras y los cristales se fundieron en sus nalgas sanguinolentas y ella lanzó un quejido, más por sorpresa que por dolor. Porque aquel dolor era absolutamente soportable.

A él aquello le parecía estupendo y sacó un bocado en forma de anilla que colocó entre sus dientes para que no pudiera cerrar la boca. Cada vez que improvisaba de aquella manera le sobrevenía a partes iguales una sensación de placer incontrolable y de miedo atroz. Miró su boca con aquellos ojos oscuros, se separó un poco y escupió un par de veces. Quizá lo hizo a propósito, pero su intención estuvo clara cuando le llenó la cara de saliva para luego sonreír como un cabrón. Agarró su cara con una mano y apretó fuerte para que la anilla se clavase en las encías. Para ese momento el dolor ya estaba en todo su cuerpo y le costaba mantener la posición, aunque sabía que si lo hacía, las punzadas que su culo sentía se incrementarían notablemente. Contuvo la respiración para centrarse en ese dolor placentero.

Cuando la cuerda apareció ella ya estaba en otro lugar, en aquella ensoñación que como con las drogas te resistes a abandonar cuando los efectos se disipan. Aquel lugar era suyo y allí, no solo deambulaba entre el placer y la bruma lejana del dolor, se sentía ingrávida entre sus manos. Algunas veces, desde la sobriedad de los días posteriores se preguntaba si aquello era la entrega o por el contrario era la capacidad que él tenía de dominar y subyugar sus emociones. Le daba vueltas a aquello para terminar dándose por vencida en la búsqueda de una respuesta irrefutable. ¿Qué más daba? Allí se sentía bien y plena, más que en cualquier otro lugar o circunstancia.

La cuerda elevaba su cuerpo mientras el dolor se volvía constante y allí suspendida, sujeta únicamente por aquellas manos se sentía presa y diosa. Aquella contradicción le hacía feliz y reía tímidamente, saboreando los segundos que se volvían interminables en su mundo onírico. Luego los orgasmos se sucedían entre las punzadas de dolor, el roce del cáñamo, el balanceo constante y rítmico y la presión de los dedos.

Cuando todo terminó y todavía en ese estado de trance del que le costaba salir, sintió como arrastraba su cuerpo por el suelo imperfecto, rugoso y cortante. La llevaba con él y eso era lo realmente importante para sentirse segura mientras recordaba el dolor desde el inicio.

Wednesday