Los días se precipitaban tan rápido que era incapaz de asimilar todas las emociones físicas a las que era sometida. Por primera vez en su vida sentía que se abandonaba a otra persona, que se dejaba caer a ciegas sabiendo que en el último instante unos brazos amortiguarían la caída, haciéndola suave y placentera. Pero ese descenso era tan violento como intenso. Otras veces, mucho antes ya lo había intentado, pero en lugar de descenso sentía que se derrumbaba y todo lo que le rodeaba le golpeaba con fuerza y sin sentido. Ahora no era así, incluso en los momentos más dolorosos sentía a Chopin sonando alrededor, a Tchaikowsky abriendo paso en el descenso, a Vivaldi atronando en verano y cuando se acercaba al suelo, Paganini aceleraba vertiginosamente. Y luego se hacía el silencio entre sus brazos, protegida, dolorida, magullada y satisfecha.

Recordaba como hasta hacía no tanto se montaba en las atracciones de los parques, adoraba las montañas rusas, esas subidas lentas, lentas que precedían un descenso brutal. Eso sentía a su lado, con él, subía despacio porque él quería que así fuese y luego, sin avisar, se introducía en un vórtice bestial donde los bandazos, los frenazos y las aceleraciones, los vuelcos, espirales y tirabuzones le dejaban sin resuello para notar al final como su pelo invadía su cara, sudorosa y llena de semen. Se sentía plena en aquella atracción que siempre era diferente. Eso le volvía loca, no saber como sería, apasionada como nunca se dejaba hacer porque no tenía más remedio y se entregaba para que hiciese con ella lo que deseara. Y eso hacía. Tenía el cuerpo dolorido permanentemente, magullado en algunas zonas sutiles, marcada siempre. Se cuidaba el pelo porque él lo jalaba y lo hacía con tanta fuerza que muchas veces pensó que se lo arrancaría. Y jugaba, jugaban tanto que todo aquello se hacía luminoso y divertido, alejado de esa creencia oscura y soterrada que siempre había pensado de aquellas prácticas. Sin embargo, ella no practicaba, era, formaba parte de aquello porque ya formaba parte de él.

Cualquier objeto, circunstancia o lugar era propicio para sentirse alerta porque él siempre estaba planificando cosas, incluso en sus silencios apreciaba esa sonrisa malévola, ligera, de medio lado que dejaba entrever sus dientes blancos, esos que sin piedad clavaba en su piel y su carne. A veces se sentía el hueso de un perro, mordisqueado de todas las maneras posibles y con fuerza sobrehumana. Todo eso le hacía estremecer, pero esa sonrisa, escondida y aquellos ojos infernales eran algo que sin darse cuenta le tenían atrapada. Con esa mirada era capaz de hinchar su pecho, hacer arder su coño y nublar su mente. Muchas veces, después de alguna sesión, de algún polvo alejado de la violencia, al término de algún juego, pensaba que él podría hacer con ella lo que deseara es esos momentos críticos. Y luego sentía que era lo que más deseaba en la vida, que hiciese con ella lo que se le antojase.

La cintura sufrió una presión ligera y el brazo apretó los cuerpos. Ella sonrió, como no dejaba de hacerlo desde aquel día cuando le vio irse calle abajo. Inmovilizó sus brazos y escuchó como el cinturón se deslizaba de sus vaqueros, mientras la hebilla tintineaba. Después le agarró el cuello y se perdió entre sus dedos y el cuero castigando su piel. De nuevo subida a la montaña rusa, expectante por el camino, a sabiendas del resultado, los gemidos y los gritos comenzaron al levantar los brazos. Una caída libre más.