Mientras miraba sus manos empapadas de flujo, entre la satisfacción y el orgullo, se daba cuenta de lo alejado que estaba de todo aquello que determinaba su dominación como algo ajeno de lo que la mayoría se apresuraba a decir. Para empezar el término. Era una forma fría y deshumanizada de determinar una relación excesivamente intensa para algunos. Sesión. Era como hielo de la voz sin vida, del susurro del aire contaminado y pestilente. Odiaba la palabra y evitaba decirla. Ella en cambio, proveniente de unas experiencias ajenas a él, la utilizaba sin pudor y con deseo. Odiaba la palabra como otras muchas cosas que se suponía debía amar. Miró el cuerpo desfallecido, exhausto y satisfecho, tembloroso aún con aquel gancho de acero insertado en el culo y la cuerda, siseante sobre el suelo como si intentase escapar después de haber engañado a los primeros hombres a comer de aquella manzana prohibida. El suelo empapado y la ropa maltrecha, el pelo arremolinado formando nudos encharcados de deseos cumplidos.

Se sentó en la cama y cerró los ojos. Cuando entró en la habitación, casi a oscuras ella estaba dispuesta, de pie como le había ordenado. Ella como supo después se sorprendió de que no le pidiese que estuviese de rodillas y de espaldas o con los brazos expectantes y estirados, esperando su aprobación. De pié le dijo con suavidad y firmeza. La cabeza gacha en señal de respeto, las manos atrás y el pelo suelto como le gustaba. Ningún atavío, solo la piel desnuda, sin perfumar, limpia. Ella se sorprendió con un sobresalto al ver como se acercaba y le daba un abrazo cálido y casi tierno. No se lo esperaba, no eso en aquella situación. Llevaba tanto tiempo esperándolo que sintió algo de frustración por ese sentimiento de cercanía. No es que no lo deseara, simplemente nunca imaginó aquello. Pero todo tenía siempre un significado con él. El abrazo sirvió para oler su piel y su cabello, para centrar los olores, tan importantes como aprendió desde muy pronto. Luego se retiro un par de pasos, y susurró: mírame.

Ella levantó la mirada, temblando. Le costaba hacerlo y no entendía el motivo. Según iban pasando los segundos se dio cuenta de que aquello no tenía nada de juego. Él alzó la mano y con dedo terminó de levantar su cara. Le costaba tanto aguantar aquellos ojos que sintió la necesidad de salir corriendo. Entonces volvió a hablar, en susurros de nuevo y aún así, aquellos silencios parecían estruendosos percutiendo en sus tímpanos como si dentro de una campana estuviese mientras repicaban sin cesar. Volvió a apartarse otro par de pasos y con un gesto de la mano hizo que se arrodillase. ¡Qué fácil le resultó! Se acercó a ella y se colocó en un lado agarrando su cabeza con firmeza y acompañándola hasta la pierna. Sintió como los dedos se clavaban ligeramente en su mandíbula y la aprisionaban contra el muslo. Jugó con los dedos en su pelo mientras cerraba los ojos y sentía el olor en las yemas. La hebilla del cinturón produjo un sonido tintineante y el cuero se deslizó con  rapidez inusitada- Ella vio caer parte del cuero hasta golpear el suelo. Tiró de él con pericia y con la misma mano que lo sujetaba formó un lazo agarrando ambos extremos. Cuando el primer latigazo cayó fue igual de certero que siempre fueron las palabras, entre las dos nalgas, flexionándose y castigando los labios de su sexo que inesperadamente absorbieron el impacto con placer. Ella se mordió el labio y él abrió los ojos.

La calma se convirtió en presión. Agarró su pelo y tiró de ella hasta la cama, donde empujó su cuerpo contra las sábanas, boca abajo y sin soltarlo comenzó a lacerar sus nalgas, sin miramiento ni consideración. Ella gemía y de vez en cuando lanzaba algún grito de dolor que él ahogaba tirando de su pelo con fiereza. Cuando su culo estuvo lo suficientemente rojo, volteó su cuerpo y acarició los pezones con ligereza sorprendente. Después el pellizco fue tan brusco que gritó de dolor. Los estiró, hacia arriba haciendo que arquease la espalda y notando que solo apoyaba la cabeza y los pies. Elevó tanto su cuerpo que pudo darle un mordisco en cada uno de ellos sin tan siquiera agacharse un poco. Después los soltó y el peso del cuerpo cayó contra las sábanas haciendo que las tetas rebotasen de un lado a otro.

Hablaba poco, lo justo, lo necesario para ordenar, aclarar y tranquilizar. Ella comprendía que no lo hacía porque fuese borde o despreocupado. Lo hacía para que ella también comprendiese lo que trascendía de aquellos silencios rotos por los gemidos, los gritos, los roces, los golpes, la saliva goteando, el flujo provocando que la fricción fuese tan suave que podía oírse sin problemas. Quería que experimentase con todos los sentidos, la vista el olfato, el gusto, el de su piel macilenta y la sangre si la hubiese, el elixir de su coño goteando mientras estaba boca abajo hacia su cuello. Las palabras y los gritos hacían perderse todo aquello y para él, un grito a destiempo no infunde respeto, oculta sensaciones y esto se trataba de sensaciones.

Los temores sorprendentemente dejan de serlo cuando se desvía la atención de lo que nos atemoriza. Cuando la mordaza con la anilla trasera invadió su boca y con sus piernas separaba su sexo no se dio ni cuenta al sentir el frío acero entrando en su culo. Después la cuerda uniendo el gancho y la mordaza, consiguiendo con ello un fino y perfecto arco en su espalda. Fue fácil como comprobó al sentir una tierna caricia en la cara. Después las vibraciones del Hitachi en su clítoris, amarrándolo con cinta de vinilo hizo el resto. Mientras ella se precipitaba sin descanso en un orgasmo tras otro, el se sentó frente a ella, observando como el maquillaje se iba corriendo de sus ojos llorosos y la saliva encharcaba las sábanas. Movía las piernas. Prefirió aquella vez dejarlas en libertad y comprobaba como pataleaba, no para que la soltase, solo era la incontinencia del placer.

Cuando ella desfallecía, apagó el aparato y lo separó de su clítoris hinchado y maltrecho. Una hora puede ser un tiempo excesivamente largo. Sus piernas no conseguirían soportar su peso ahora así que arrastró su cuerpo entre temblores hasta el suelo, aún con el gancho en su ano y la cuerda uniéndolo con la mordaza. Soltó la cuerda y quitó el amarre de su boca- Limpia el suelo le dijo y ella, eficiente, considerada y entregada lamió cada una de las gotas de saliva y flujo que habían caído al suelo.

Miraba sus manos, satisfecho y orgulloso y sonriendo pensaba que lo que para algunos es tener una sesión, para él era una demostración de entrega y amor por lo que deseas.