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Cuando la vida fluye de manera normal nos asentamos en lugares y personas necesarias para poder prosperar. Las piedrecitas que tiraba contra el árbol no hacían mella en la corteza. Tampoco lo pretendía. Aun así, no dejaba de recoger diminutas rocas que lanzaba una y otra vez hacia el mismo sitio. El tronco, robusto, ni se inmutaba. ¿Por qué habría de hacerlo? No eran ni cosquillas y se sentía poderoso por lo centenario y por unas raíces asentadas. El viento mecía sus ramas y las tormentas desviaban sus rayos a los aledaños quizá por temor, quizá por respeto. Estaba seguro, y aquellas chinitas eran simplemente un roce leve de la vida.

La constancia, como el agua, fluye por la superficie, se amontona por el frío en los glaciares y en los polos, se atomiza en las nubes al precipitarse sobre la tierra y, en el interior, dónde nadie puede verla, horada sin piedad, sin que nadie se percate de como los cimientos se deshacen a su paso, descolgando la felicidad del verdor y el rocío en miseria nauseabunda convertida en lodo y barro apelmazado. La constancia no hiere hoy, pero mata mañana.

Pero él en su afán y perseverancia sobre su poder, impasible no entendía nada. Nada. Cuando la miraba sonreía y ella admitía aquella sonrisa como aprobación. Sin embargo, ella buscaba respeto y aquella sonrisa era inequívocamente lo opuesto. Ella no flaqueaba, daba un ligero paso hacia adelante y sin cerrar los ojos esperaba. Otra sonrisa, o una mueca, un mal gesto a veces. Y otro paso, como una bailarina danzando sobre el alambre y en precipicio, a la espera de la sentencia que no llegaba ni para un lado ni para el otro. Olía ya su pecho, sentía el calor acomodándose en el pelo. Tan cerca y sin aprobación.

Quizá fue un mal momento, quizá aquellas piedrecitas encontraron el resquicio para atravesar los anillos centenarios y traspasar toda la corteza y bañarse al menos una vez en la savia bruta. Lo justo para que cayese al otro lado empapada. Empapada de nada. Y él, se percató por fin de que estaba en su interior, de lo que necesitaba y sintió como las raíces fortalecidas hasta hoy se hundían en los socavones de aquella mujer constante que con su paciencia se acercó y comprobó que no había nada para ella, nada más que heridas, pero que, para él, el hundimiento le provocaba la muerte.

 

 

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