Era el eslabón más débil de aquella cadena. Se fracturaba cada vez que ella soportaba todo aquello. No lo hacía a propósito, aunque una parte de él le encomendaba sistemáticamente llevarla hasta ese límite que sabía podría soportar. Era difícil averiguar que parte de su cuerpo era más afín a las inclemencias que sus manos provocaban, pero sabía, sin duda, que al final del día, esas mismas manos soportarían lo que fuera necesario. Pensaba que fortalecía el espíritu. Pensaba mal.

Tenemos la mala costumbre de creer que la fortaleza está solo de un lado, y del otro la necesidad, la salvación y el deseo de completar y complacer. Esa posición absolutamente falsa nos dispone a cometer una y otra vez los mismos errores. Aquel portazo dejando el silencio retumbando contra las cuatro paredes eran un testigo ineludible. Lo vio llegar, seguramente apartó la cabeza a sabiendas de que aquella fortaleza era la que estaba de su parte y la debilidad, en la de ella. Sin darse cuenta, no entendía que los errores no se juzgan hasta que el cúmulo de ellos supone un peso insostenible. Daba igual hasta donde conseguía llevarla, daba igual si por momentos el sufrimiento era un nirvana en el que el sollozo se amortiguaba por la lucha desenfrenada de la huida y la desesperada querencia. Daba igual.

El portazo hizo caer el castillo de naipes como si éste fuera de cemento rodeando sus pies y se hundiera en lo profundo de un lago y mientras se hundía, podía ver a través del agua traslúcida el embarcadero al que llegaron a la vez. El camino en solitario se hace largo pero las desviaciones no generan grandes conflictos. Los estereotipos, sin embargo, lo destruyen todo. Pero nadie se da cuenta, de que son ellos los débiles, los que no soportan el peso ni la presión del tiempo, de que solo lo breve e inmediato les llena y todo lo demás les erosiona lentamente como el viento, el agua, el frío y el calor lo hace con las rocas, por muy duras que estas sean. Al otro lado, aunque se disimule con el velo de la languidez solo hay fortaleza.

Y aunque a lo largo del camino las rodillas acariciaban más el suelo que los propios pies, éstos una y otra vez las impulsaban para seguir adelante. Pensamos ciegamente que somos los que tiramos de las cuerdas, de las cadenas, de las cinchas, de que las llevamos allá donde queremos y deseamos. Pero cada vez que el freno de nuestra angustia nos ralentiza, el empujón viene de atrás, de la furia del gemido y el lamento del dolor cuando se corta, del vaivén de la suspensión. Porque desde allá arriba, ellas ven perfectamente el final y nosotros sólo lo que nuestras manos nos enseñan en ese momento.

¿Quién sostiene a quién?

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