Siempre decía que a las afueras estaba lo divertido y no le faltaba razón. Tenía la habilidad de encontrar siempre lugares excepcionales, ruinas abandonadas, bosques espesos y rugosos, campos abiertos hasta el infinito, riberas húmedas y frondosas. Una vez, la oscuridad y el eco en el interior de un búnker abandonado, fueron las armas que provocaron un viaje a los más profundo de su imaginación y al estremecimiento de placer más perverso que había tenido hasta ese momento. En las afueras estaba lo divertido, sin duda.
En esa permanente huida que siempre tenia de lo cotidiano y lo establecido, afirmaba que lo sórdido no estaba en los sótanos o en los clubes, tampoco en la oscuridad artificial de estancias adornadas y montadas para funciones pseudo teatrales. Ahí no estaba lo bonito, repetía y se enfrascaba entonces en una sorprendente perorata que estaba dirigida a él mismo. No para convencerse, tenía claro que no había nada allí que le hiciera cambiar de opinión ni parecer, era quizá un soliloquio que declinaba para fortalecer los lazos que nos unían. Tampoco lo necesitaba, ella le seguía a todas partes, fuera donde fuera y para lo que fuese porque al final del camino, uno de tantos y de todos los que aún quedaban por recorrer, sabía que era el trofeo y él era todo lo demás.
Los fogonazos de sus acciones, o la de sus muñecas atadas sobre su cabeza y elevadas hasta casi tocar el techo abovedado del búnker, el cuerpo desnudo y sucio por haberse arrastrado por la tierra empapada, las piernas separadas pero sostenidas por la punta de sus pies y la boca amordazada. El sonido que intentaba salir de su garganta rebotaba en las paredes gruesas de hormigón y sólo veía su sombra o una parte de su cuerpo iluminada por la luz que entraba por la abertura horizontal que tenía enfrente. Fuera, el sonido de los pájaros, un sonido tan contrario a lo que acontecía en el interior pero que a él le parecía igual de hermoso. Babeaba sobre sus botas embarradas y sus manos sucias recorrían sus tetas casi con desprecio. Y eso la mataba de placer.
Soterrada en aquel lugar se sentía primitiva y a él, controlador y primario. Sentía que no necesitaba siquiera que la tocase, sólo con merodear a su alrededor como un puto animal, oliendo su piel, su flujo y su sudor tenía suficiente para correrse, pero él añadía el miedo, la infamia del dolor y el sabor de la sangre porque a las afueras él dejaba de ser un hombre modélico para ser el salvaje que tantas veces dejaba salir para ella.
Y a ella le encantaba correrse sabiendo que aquel animal era suyo.
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