Remoloneaba como cada día en la cama, dando vueltas, enredándose en las sabanas que aún olían al último hombre que había compartido. Sin embargo, ese olor solo le recordaba al hombre de la librería. Ese al que casi no había visto, casi no había olido y desde luego no había tocado. Y sin embargo, tenía dentro algo completamente díficil de explicar. Abrió los ojos y observó el techo blanquecino, liso como la piel de su abdomen. Cuando se dio cuenta, comprobó que el recuerdo había empapado su entrepierna. Se levantó de un salto y quitó las sábanas con violencia. Le molestaba ya el olor perfumado y varonil, y recordaba la pléyade de amantes que había deambulado por entre aquellas esquinas dejando tras de sí algo más que deseo, insatisfacción y ausencia de dolor. Volvía a llenar su mente de esas imagenes que siempre había deseado pero que nunca había satisfecho.
Con las sabanas en el suelo, amontonadas como sus recuerdos, se sentó al borde de la cama y se miró en un hermoso espejo de hierro forjado. Cuandolo hacía intentaba explicarse que la hermosura que reflejaba se debía a lo bello del espejo. Pero esta vez solo vio decepción y una mirada cercana a la tristeza. Separó las piernas, seguía húmeda. Le olió de nuevo en su recuerdo. Se asustó al notar el inmenso poder de su recuerdo y sin darse cuenta, los dedos se sumergían resbalando entre los labios, apretando con fuerza, produciéndose dolor. Se sentía desconocida, pero no podía parar. Imaginaba las manos apretando su cuello, con una fuerza sobre humana, restringiendo el aire y la vida, los dientes desgarrando la piel como si su alma fuese un papel en blanco y después fuese plegandolo como un origami, virgen en forma. Sintió sus muñecas presas de sus manos y el peso de su cuerpo atrapándolas entre su espalda y el abdomen. Después el tremendo impulso, el peso y su aliento en la nuca hicieron el resto. Sus piernas temblaron al correrse en silencio.
Tardó mucho en incorporarse. Agarró las sábanas y revolvió toda la casa buscando recuerdos absurdos, ropa, objetos. Llenó tres bolsas que bajó al contenedor con las piernas aún temblorosas. Estaba cegada, un sin sentido se había apoderado de ella, pero era la necesidad más imperiosa que jamás había sentido. Sin saber porqué, sin conocer los motivos, por fin, después de mucho tiempo sintió que hacía realmente lo que deseaba aunque eso significase no saber a donde iba ni que con secuencias tendría.
De puntillas, descalza como siempre, desnuda como nunca, buscó una canción al azar. Sonó Misty Mountain Hope. Led Zeppelin siempre hallaba el camino.