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Ese olor a frutas nada más despertar envuelve mi silencio. Desde cualquier perspectiva, la hermosura corroe cualquier intento de ser bueno, afable y bondadoso. Es el pecado el que me convierte y abre las fauces para poder saborear con ternura y deseo la carne afrutada de su trasero. Una exposición universal ante mis ojos, escaparate divino por el que se amontonan circunstancias y vicisitudes que demuestran mi hegemonía. No es un fruto prohibido, porque es mi fruto, el que yo creé y el que yo prohibí.

Todos lo desean, en el anhelo y el afán de arrebatar lo que no es ni será suyo. Sin embargo ante mi, su sola presencia hace palidecer cada uno de los deseos desesperados de los demás. Mi creación, mi fruta prohibida está dispuesta para ser devorada. Ni siquiera la fina sábana que cubre parcialmente su piel puede ocultarme su aroma y deseo. Palpita con fuerza en este entorno salvaje que producen mis manos al rozarlo.

Cuando los primeros jugos dulzones de la sangre se mezclan con la saliva y sus gemidos, compruebo con deleite la carne prieta y perfecta mientras mis manos soportan el agradable forcejeo de sus brazos intentando zafarse de mi dentadura. Ella sabe que es tarde y asiente con placer a ser devorada en vida para sentirse aún más viva que antes. Su vigilia se alteró con fuerza y el sueño en el que estaba sumida se convirtió en un nirvana de placer. Los brazos dejaron de luchar y su espalda arqueada propuso sus pechos firmes encabezados por sus pezones, que ya rasgaban el aire de la mañana.

El desayuno estaba servido, mi dulce de manzana.

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