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Llevaba toda la mañana revoloteando a su alrededor, riendo y arrimándose como una gata en celo. Estaba especialmente contenta pero no sabía el motivo, a veces le pasaba. Acariciaba su espalda con las uñas recién limadas, creando líneas de tiempo por encima de la ropa y haciendo que la piel se erizase. Él apenas sonreía, como siempre, y eso a ella le aventuraba aún más, metiendo los dedos entre los mechones de su barba y tirando de ella para luego intentar escapar riendo a carcajada limpia. Era una niña caprichosa en aquellos momentos y le gustaba disfrutarlos y al mismo tiempo relamiéndose al sacarle de sus casillas. Pocas veces lo conseguía.

Llevaban un buen rato caminando, internándose en un bosque que unos minutos antes resultaba muy abierto y ahora, se oscurecía por la frondosidad de los árboles. Pasaron cerca de una cascada que arremolinaba el agua en pequeño arroyo en el que cualquier situación le hubiese producido mansedumbre. Sin embargo, refunfuñando por dejar pasar de largo la ocasión, lo dejaron atrás. Ella, respingo va respingo viene, intentaba encaramarse en sus anchos hombros para poder darle un bocado a cualquiera de los lóbulos de sus orejas, pero era realmente imposible, hasta que le tiró de la barba lo suficientemente fuerte como para que bajase la cabeza en mitad de un gruñido de desaprobación. Mordió y mordió fuerte, para a continuación, salir huyendo a la carrera envuelta en esa risa aguda de niña caprichosa.

En su escapada, salió a un claro, una treintena de metros sin árboles, cruzado por la línea infinita de una vía férrea. El sol destellaba como nunca en el metal y se acercó hipnotizada por el olor peculiar del metal y las maderas añejas. Se subió a una de las vías y jugó a ser una equilibrista, levantando los pies, girando sobre ellos, sin parar de reír. Era un lugar hermoso. Pero resbaló y cayó.

Los brazos amortiguaron la caída segura. Te tengo, dijo con suavidad. Sus labios estaban tan cerca que notó el aliento cálido acurrucarse en sus mejillas. Entonces escuchó el sonido grave y hueco de la mochila caer sobre la arena compactada. Sin soltar su cuerpo, él sonrió y colocó unos grilletes metálicos en sus muñecas. Ella no se había dado casi cuenta de como lo había hecho cuando él empezó a cortar la ropa con un enorme cuchillo negro que rasgaba la tela con inmensa facilidad. Cuando ya estaba desnuda y aún sorprendida, agarró su cuello y empujó su cuerpo que ahora comenzaba a temblar contra el suelo. Lo colocó boca abajo, entre las dos vías y cerró otros grilletes en sus tobillos. Los enganchó a unas cadenas viejas y oxidadas y abrió las extremidades en una gran X. El pecho y el pubis rozaban con la gravilla afilada y se clavaba en los pezones y los labios. La cara sin embargo, se apoyaba en la madera de aquella escalera horizontal infinita.

Traviesa, te gusta serlo. Que mejor lugar que aquí, apoyada en estas traviesas de madera. Ella inmóvil no sabía que decir, pero sabía que iba a ser castigada, por ser como era, pensó. Sé que eres así, continuó, pero también sé que te gusta pulsar hasta donde soy capaz de aguantar. De hecho, me gusta que seas tan traviesa, pero no me vuelvas a tirar de la puta barba.

El látigo apareció de la nada y cayó sobre su espalda como un rayo de cuero doloroso. Diez veces, diez marcas sanguinolentas fueron suficiente para que suplicase perdón. El sol, ya en lo más alto comenzó a castigar la piel ensangrentada y él se sentó junto a ella mientras bebía agua que se escurría por su barbilla. Las gotas caían despacio sobre la lengua que ella aprovechaba para sacar y saciarse. Pero no obtuvo nada más. El resto del líquido se extendió sobre sus heridas y ella gritó. Cuando sus labios se agrietaron por el calor y la deshidratación, soltó las cadenas, levantó su cuerpo malherido y caminando se adentró en el bosque. Cuando llegaron a la cascada, entró con ella en el agua, sumergiendo su cuerpo en el arroyo helado y bajo el torrente de la cascada.

Siempre te sales con la tuya, le dijo sonriendo.

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