Cuando miraba sus pies, notaba la firmeza con la que estaban afianzados en el suelo de su entrega. Al mismo tiempo sentía que al contrario de lo que había imaginado siempre, no se hundían en la tierra sino que estaban a flor del suelo y casi podía percibir sus dedos moviéndose entre los finos granos de la sumisión. Sabía que si quería podría levantar los pies y echar a caminar, nada se lo impedía salvo ella misma. Miraba alrededor y veía frondosos paisajes, sonidos dulces, la brisa de la entrega sin concesiones, ríos de de agua que se nutrían de los afluentes que sus lágrimas derramaban. Respiraba con fuerza y el frescor inundaba sus pulmones, era la vida que había elegido y por fin había encontrado a alguien que matizaba con los colores que su imaginación pintó. Sin embargo, seguía mirando y siempre comprobaba que él nunca estaba allí. Echaba de menos poder alzar las ramas de sus brazos para poder acariciar su cara, poder mirarle a los ojos mientras él podaba los restos inservibles de su pasado. Notar como los envites naturales de sus brazos hacían crujir su tronco o ver como en el otoño, recogía del suelo la broza que se había desprendido de su piel.
Se extrañaba cada día de que esa distancia no mermase el color que su vida tenía ahora, de hecho, por fin comprendió las noches y los días, el calor de su susurro y el frío nocturno de sus despedidas. Todo cobraba sentido, el dolor, el miedo, la pasión, el deseo, las heridas, todo. Le explicaba, como si escribiese con plumín y tinta sobre un papel antiguo, con ese cuidado para que las letras no se derramasen y perdiesen el valor que contenían, le explicaba, y lo seguía haciendo incluso desde el silencio o desde el trueno de los gritos. Otras veces, cuando caía el sol, llegaba el silencio y él esperaba que ella comprendiese los motivos y sus deseos. Entonces, ante esa dolorosa ausencia, pensaba en levantar los pies y salir huyendo y cuando había recogido el valor suficiente para hacerlo, sus raíces se mantenían inmóviles y el sol de la entrega volvía a iluminar sus hojas, el calor de sus manos recorriendo con dureza su piel y moldeando sus huesos. Se sentía tan libre que deseaba hundirse más en aquella tierra que él fertilizaba con sus palabras y sus pasiones.
Cuando por fin podía reunir fuerza e ingenio para mirar sus ojos negros, él sonreía y asentía con ligereza, le apartaba la silla para que se sentase y a continuación acomodaba el asiento para que reposase. Después de servir la bebida, ponía delante un plato, completamente vacío. Entonces él se sentaba enfrente y miraba fijamente hasta que le hacía bajar la cabeza con temor y respeto.
La comida, hay que ganarla. El dolor hay que respetarlo. El placer hay que sentirlo. Y para todo eso, hay que sacrificarse y estar dispuesto a ello, sin concesiones, con respeto. El alimento está en la explicación, en los actos y en los resultados. Mientras te cuestiones tus actos y obtengas respuesta, el plato estará lleno. Mientras cuestiones mis actos y no entiendas mis respuestas, siempre estará vacío. Si te sientes libre, te sientes a mi lado. Volvió a sonreír cuando levantó la mirada y contempló el plato repleto de manjares.
Ahora, come de mí, escuché en un susurro que se llevó el viento de la tarde.